#8

Al comenzar su artículo “Philosophy and Tragedy in Two Newly Discovered “Fedras” by Unamuno”, Nelson G. Orringer plantea dos cuestiones que, a su juicio, carecen de respuesta (549). La primera tiene que ver con la razón que habría llevado a Unamuno a querer ofrecer una nueva versión de un mito ya dramatizado por autores de la talla de Eurípides, Séneca, Racine y D’Annunzio, entre otros. No me detendré aquí porque considero que la respuesta pasa, evidentemente, por una combinación de su helenismo y una larga tradición de revisiones (a menudo también concebidas como ejercicio de erudición) de los mitos grecolatinos en diferentes formas literarias. Sí me detendré, sin embargo, en la segunda cuestión, que Orringer formula así: “why undertake this project while composing one of the most ambitious philosophical works in twentieth-century Spanish?” (549). Se está refiriendo a Del sentimiento trágico de la vida (V, 57, VII, 19), obra fundamental cuyo primer capítulo Unamuno estaba corrigiendo entre 1910 y 1911[1]. En efecto, sabemos que Unamuno estaba escribiendo Fedra ya en la primavera de 1910 por una carta que escribe a Francisco Antón[2]. La obra debió estar lista para noviembre del año siguiente, porque fue en esa fecha cuando le ofreció el texto al actor Fernando Díaz de Mendoza[3], afirmando que había querido “hacer una obra de pasión, de que nuestro teatro contemporáneo anda escaso”. Añado a esta coincidencia notada por Orringer la aparición en 1910 del ensayo Verdad y Vida[4],un escrito al que apenas se le ha prestado atención por parte de los estudiosos del autor y en el que se ocupa del valor de la verdad en función de su alcance para la vida.

He querido hacer notar estas coincidencias en el tiempo para poder contextualizar mi tratamiento de la escena final de Fedra, que expondré después. Tanto el capítulo primero de Del sentimiento trágico de la vida (DST) como el ensayo Verdad y Vida (VyV)están dedicados a la crisis de la conciencia moderna del cambio de siglo [stretch out]. Si admitimos que ambas obras se ocupan de la “desnudez trágica” (DST 35 y passim, VyV 266) del hombre como manera de vivir la verdad[5], debemos pensar entonces que el argumento de Fedra avanza en paralelo a esos ensayos y supone un ejemplo de conversión de su sistema de pensamiento en obra literaria[6]. La escritura dramática debía cumplir la misma función en el espectador que la de sus ensayos en el lector: colocarlos frente al dilema de su propio destino, anclado ineludiblemente en la lucha entre pasión y razón, aquella que Unamuno denominó “el sentido trágico de la vida”. Así, afirma Unamuno, los seres humanos no podemos alcanzar la verdad mediante la razón discursiva (VII, 206-7), pero sí a través de la lucha contra esa razón, pues en las grietas de esa lucha veremos manifestada la verdad como revelación[7]. Fedra es, sin duda alguna, la encarnación de esa lucha entre pasión y razón ­–o la encarnación de la propia pasión luchando contra la razón[8]. Enajenada por el amor que siente por su hijastro, la Fedra cristiana de Unamuno es todo aquello que no cabe en un mundo dominado por el orden, la ciencia y la verdad. Ya en las primeras líneas de la obra, el diálogo entre Fedra y la nodriza Eustaquia nos sitúa en el dilema mismo:

E: Pero qué, ¿no se te quita eso de la cabeza, Fedra?

F: ¡Ay, Eustaquia! Si hubiese de ser la cabeza solo, ya se me habría quitado, pero… (449)

Se entiende que la interpretación de Fedra haya sido en los términos de ese enfrentamiento entre razón (cabeza) y pasión. Así se ha hecho tradicionalmente, en los dos únicos ensayos que hay sobre la obra, el ensayo de Orringer, ya citado, y el apartado correspondiente a Fedra en la introducción de la edición del “Teatro Completo” de Unamuno realizada por Manuel García Blanco[9]. Sin embargo, creo que la obra, leída en consonancia con los ensayos que Unamuno estaba escribiendo en ese momento, refleja la complejidad de influencias que el autor trata de resolver atendiendo a la universalidad del mito y su relación con la conciencia y los mecanismos de enunciación de la verdad.

Argumento que en Fedra, como en Electra de Galdós, la dialéctica principal no es la que enfrenta razón con pasión sino la que nace de las diferentes posibilidades de enunciar la conciencia misma. Si en Electra la intervención de Eleuteria superaba la noción fenomenológica de la palabra que Nietzsche atacaba por ser un mecanismo de legitimación de la metáfora —porque conocía la ficción y era capaz de enunciarla para evocar la verdad que había venido a revelar—, en Fedra la metáfora ya ha desaparecido [porque Dios ha muerto, N., explicar bien] y la verdad puede nacer del sujeto mismo del mito. Es Fedra quien, en la escena primera del último acto (la última en la que aparece), estando “moribunda” en su lecho de muerte, entrega a Eustaquia una carta que contiene su “confesión”, “la verdad entera”. Que la verdad esté unida al concepto de la “confesión” es ciertamente inseparable del carácter cristiano de la obra que Unamuno hubo de imprimirle para, según afirma él mismo en el exordio, modernizar la tragedia de Eurípides[10]; pero también exige una lectura en relación con los mecanismos de revelación de la conciencia para los que la literatura, y no la historia ni la filosofía, ofrece las categorías pertinentes. Si, como afirma Rancière, es la literatura la que puede pensar una condición de suspensión en términos estéticos, la confesión de Fedra interrumpe ese tiempo en suspenso para enfrentar al sujeto con la verdad desnuda. La verdad de Fedra es la síntesis necesaria surgida de la lucha entre razón y pasión. Como la muerte de Fedra, su confesión tampoco sucede en escena. La confesión se hace efectiva después de su muerte, pero no será necesario que aparezca. La palabra escrita permanece, como permanece la revelación misma que ha hecho que Fedra confiese: “quiero vivir, vivir, vivir, pero con él: ¡sin él, no!” (514) Es el deseo de vivir el que conduce a Fedra a la muerte (“Ahora ante la muerte podré decir la verdad”) porque la represión de sus sentimientos por Hipólito ya había terminado con su vida. Confesando la verdad, Fedra rehúye la metáfora y supera las categorías del bien y del mal. La verdad, para ella, es la muerte, y por eso afirma que “[s]olo la verdad purifica”, insistiendo después: “Todo lo verdadero, y todo lo verdadero solo es limpio”.

Fedra cierra una serie de voces que Zambrano denominó “muertos vivos, enterrados en una sepultura, que, invisible, los aísla de los vivientes” (La confesión, 100), y que, para ella, comienza con las palabras de Antígona. La confesión es una aspiración a la verdad y, como tal, su función es la de abrir otras posibilidades a la voz íntima y al espacio interior que denominamos conciencia (o sentido trágico de la vida, en términos de Unamuno). La tragedia de los personajes de Antígona, de Electra o de Fedra es precisamente la de una realidad que asfixia su espacio interior y que solamente puede ser superada mediante la verdad. Así, si Unamuno en la primera escena de la obra se distanciaba del estoicismo de Séneca al concederle a Fedra (por boca de Eustaquia) la posibilidad de resistir desde las pasiones, en el último diálogo entre ellas antes de la muerte de Fedra, el autor reconoce su deuda con Hegel, cuya noción de la tragedia es la de un género que implica siempre un equilibrio dinámico, una síntesis en la que tesis y antítesis ya no sólo se oponen sino que se necesitan para ofrecer una verdad que trascienda. Las verdades de Antígona, Electra y Fedra no responden a un conocimiento intelectual, en tanto que necesitan de mecanismos externos (aunque nacidos de la intimidad de una visión, alucinación o revelación) para ser enunciadas; responden a la condición intermitente de la realidad que es la que impide reducir esa verdad a objeto. Es por eso por lo que se recurre al mito y a su performatividad, a la literatura, en definitiva, como ocasión de ruptura repetida con el mundo. Frente a la condición átona de un mundo post-Desastre, la verdad, su lugar de enunciación y sus consecuencias actúan como incisiones/acontecimientos (événements) transformando la continuidad del ser en una serie de recensiones, interrupciones, declives y reapariciones que acabará por convertirse en la característica de la modernidad.

 

 

[1] Cuando la publicó, en 1913, Unamuno le escribió a Ernesto A. Guzmán que su mayor esperanza era publicar también Fedra que era, de sus dramas, “el que más a pechos tomo” (V, 55).

[2] Carta del 18 de abril de 1910, citada en García Blanco 88 y García-Abad García, 263.

[3] En la carta, Unamuno le hace saber que para la “figura” de Fedra ha pensado en su mujer, María Guerrero, la actriz que habría representado, cinco años antes, los papeles de Irene/Anita en Verdad de Pardo Bazán. La respuesta no fue positiva y Unamuno siguió gestionando su estreno con otras compañías hasta lograr que se representara en 1918 (siete años después de terminarla), en uno de los salones del Ateneo de Madrid (sobre este estreno cf. García-Abad García 263 y García Blanco 94-101). El estreno en un teatro comercial no tuvo lugar hasta el 9 de abril de 1924 (cf. García-Abad García, íbidem).

[4] Publicado en 1910 pero compuesto en 1908. De 1910 es también el soneto Nuestro secreto, que se ocupa del paisaje secreto del alma y de sus revelaciones posibles (acaba curiosamente con el verso “conócete, mortal, mas no del todo”). Todas estas coincidencias refuerzas la idea de que, como en Galdós, los textos dramáticos no son sino la forma dialogada de sus preocupaciones estéticas y literarias.

[5] Estos versos de “Credo poético” me parecen muy reveladores en ese sentido: “No te cuides en exceso del ropaje/ de escultor y no de sastre es tu tarea, / no te olvides de que nunca más hermosa / que desnuda está la idea” (VI, 169)

[6] A la vez, tengo en cuenta estas palabras de Iris M. Zavala sobre Unamuno y el teatro: “Unamuno tiene concepto teatral de la vida. Cree que la persona es esencialmente representación. Por esta concepción de teatral de la vida insistió en escribir dramas, porque el teatro es el arte por excelencia para la revelación de la persona.” (Unamuno y su teatro de conciencia. Acta Saltmanticensia: Univ. de Salamanca, p.32)

[7] En determinados pasajes de DST habla de “revelación” a secas, en otros de “revelación mística” y en otros de “revelación mística de Dios”.

[8] El conflicto entre razón y pasión parece haber sido heredado de su madre, Pasífae, a juzgar por las continuas referencias veladas que leemos en el texto.

[9] No puedo menos que notar la ausencia de Fedra en el que a la sazón es el estudio más completo de la obra y pensamiento de Unamuno, Las máscaras de lo trágico. Filosofía y tragedia en Miguel de Unamuno, de Pedro Cerezo Galán (Trotta, 1996). En sus ochocientas sesenta y una páginas no hay una sola mención a Fedra y la obra ni siquiera aparece indexada en el libro como parte del corpus unamuniano.

[10] “Así, esta mi Fedra, que no es sino una modernización de la de Eurípides, o mejor dicho, el mismo argumento de ella, solo que con personajes de hoy en día, y cristianos por tanto.” (444) [Esto pide a gritos leerlo como una reacción a Nietzsche]

#7

Verdad es la primera pieza teatral larga de Emilia Pardo Bazán. Estrenada el 9 de enero de 1906, la obra contó con la actuación de Fernando Díaz Mendoza en el papel de Martín y con María Guerrero en los papeles de las hermanas Irene y Anita. Catorce años antes, la misma actriz había dado vida a Augusta, la casada infiel de Realidad de Galdós. Más que una anécdota, el hecho de usar la misma actriz parece responder a una voluntad de la autora por dialogar con algunos de los aspectos de la obra del escritor canario. Fue, de hecho, la propia Pardo Bazán quien animó a Galdós a poner en escena Realidad (1) tal y como nos deja saber ella misma en las páginas que le dedica a la pieza galdosiana en Nuevo Teatro Crítico (2) (1892, 19-69). La autora consideró que con Realidad Galdós había sido el primero en intentar renovar la dramaturgia en España atendiendo a nuevos procedimientos teatrales e incorporando el contenido analítico y humano de la novela moderna al teatro (NTC 52). Para Rubio Jiménez (Ideología y teatro en España 1890-1900, 96), este es “el primer drama español en el que la verdad, la búsqueda de una autenticidad en la propia conducta, conduce a los personajes a un enfrentamiento con una sociedad no veraz, aunque trate de mostrarse como tal, con una moral de apariencias”. En efecto, la obra de Galdós enfrenta las categorías de apariencia y verdad con el propósito de mostrar esta última como única condición posible para la regeneración (por medio del personaje de Orozco). En Verdad, sin embargo, esta oposición, aunque presente, no responde exactamente a la expuesta por Galdós. Cabe recordar que, frente a Realidad, Verdad ya ha sido escrita en una sociedad post-Desastre enfrentada a una aguda crisis de identidad. El carácter filosófico de la obra de Galdós deja paso aquí a un teatro efectista y visceral, dedicado más al sentir que al pensar (3). Esa visceralidad está presente desde el comienzo mismo de la obra, en la que, por boca de Irene, la verdad es considerada “un veneno activo” y “un cartucho del más atroz explosivo”. En la conversación entre ella y Martín previa a su muerte a manos de él, Irene se opone a la beligerancia de Martín (4), que tiene un “ansia de la verdad suprema” que le hace insistir una y otra vez en conocer los detalles de la vida de Irene. Obsesionado con la posibilidad de que haya un romance entre ella y Portalegre, Martín expone rumores y creencias como hechos, a lo que Irene responde que “[l]o esencial no es lo que creemos si no lo que sucede” (5). A la presión creciente de Martín, Irene responde que ni él “ni hombre alguno tolera el esplendor de la verdad” (cf. aquí de nuevo la equivalencia de verdad y luz), afirmación que se cumple momentos después cuando, tras haber confesado acerca de Portalegre, Martín la mata ahogándola con sus manos. La verdad que Martín perseguía se convertirá ahora en su perseguidora. A la manera de las antiguas Furias, Martín convive con un secreto que atormenta su conciencia hasta que, seis años después, y habiéndose casado con la hermana de Irene, Anita, es él quien confiesa la verdad. Contrariamente a lo que expone Versteeg (97), no creo que la confesión de Martín tenga un efecto perturbador en la obra. Si la obra consigue transmitir ese efecto, es probable que tenga más que ver con el ambiente en el que se desarrolla (cf. el comienzo del acto tercero y la descripción del jardín del pazo de Trava, “antiguo y melancólico” ) y con los elementos de la literatura detectivesca introducidos por la autora —y que también estaban presentes en La Incógnita y Realidad. La confesión de Martín ante la abnegada Anita tiene un efecto catártico para él, pero también para el público, que conocía la verdad desde el primer acto y que era el receptor primero de impresiones tales como la primera aparición de Anita, con velo, idéntico reflejo de su hermana y que hace exclamar a Santiago “los muertos tornan acá”. La confesión (y muerte posterior) de Martín interrumpe definitivamente la atmósfera de misterio en la que se desenvuelve la obra y que el propio Martín describe así en la escena II del tercer acto:
“El misterio nos envuelve…¡Misterio es todo, el vivir como el morir, y el mayor misterio…aquí está! (Señalando al corazón) ¿No percibes tú, hasta en el ruido del viento cuando mueve las ramas de los árboles, cláusulas misteriosas? ¿No hay sombra a nuestro alrededor? ¿No nos envuelven nieblas y vapores que suben del río?”
A lo que Anita, consciente de ese espacio liminal que Martín acaba de describir, responde “De entre las sombras sale resplandeciente la verdad. Yo quiero verla”. Anita quiere ver la verdad —no oírla, no saberla, sino verla. La afirmación nos lleva de nuevo a una noción fenomenológica de la verdad que se aparta del terreno metafórico para convertirse en una representación de aquello que, a pesar de lo que Ana reclama, no puede verse.

 

 

1) Incluso le presentó a los actores (Versteeg 228, n. 32)
2) En adelante NTC.
3) En la reseña de Realidad que escribió Octavio Picón para El Correo el 16 de marzo de 1892 (citado en Ángel Berenguer, Los estrenos teatrales de Galdós en la crítica de su tiempo, Madrid: Consejería de Cultura 1988) dice que la obra hizo pensar. Para Pardo Bazán, sin embargo, esto no debe considerarse un logro, pues lo que hay que intentar, según ella, es el que el teatro funda sensibilidad e inteligencia (NTC 53). Esta reflexión me parece importante en términos de percepción o incluso de tipos de conocimiento (sensible o inteligible). Además, no podemos obviar la carga emocional que Pardo Bazán proyecta en el asesinato de Irene cometido nada más empezar la obra, con el que sin duda trataba de llamar la atención sobre un tema del que se venía ocupando tiempo atrás ( de la impunidad de los crímenes pasionales se había ocupado ya en “Temis” De Siglo 202-3, citado en Versteeg 95).
4) Ambos son nombres parlantes en oposición: Irene significa “paz” mientras que Martín es el nombre derivado del nombre del dios romano de la guerra, Marte.
5) Curiosamente, a continuación pasa a señalarle que contemple un paisaje (la luna reflejada en el río) cuya ocurrencia ella sabe efímera.

#6

Al hablar de la obra de arte como producto de la actividad humana, Hegel sitúa el origen del gesto artístico en el niño que arroja piedras a un torrente “y admira los círculos que se forman en el agua, como una obra en la que logra la intuición de lo suyo propio” (Vorlesungen I, 31, mi traducción). El gesto del niño produce por artificio una imagen nueva que transforma el paisaje natural. Rancière recuperará este gesto para destacar la apariencia de la libertad propia del niño como la evolución natural de la libertad que Winckelmann veía expresada en el movimiento natural de las olas del mar (Aisthesis, 53) en el marco del régimen estético del arte. Al margen de la elocuencia de la propia imagen del niño capaz de crear artificios, lo interesante de ese gesto viene enunciado por Hegel justo después, al referir que “[y] no sólo con el mundo exterior procede el hombre de esta manera, sino también consigo mismo, con su propia forma natural, que él no deja tal como la encuentra, sino que la cambia intencionadamente” (íbid.). Es desde esta afirmación —obviada por Rancière— desde la que reflexionaré sobre La cuestión palpitante de Emilia Pardo Bazán como compendio crítico de las tendencias estéticas de la literatura de la época, pero también —a pesar de que no se ha considerado así tradicionalmente— como reflexión acerca de las posibilidades de imitación de la Verdad en España el último cuarto del s. XIX.

 

Pardo Bazán publicó la serie de artículos que componen La cuestión palpitante entre el 7 de noviembre de 1882 y el 16 de abril de 1883 en el periódico madrileño La Época[1]. A lo largo de veinte artículos, la autora traza un semblante —con tono muy pedagógico— de los postulados naturalistas, a partir, sobre todo, de lo expresado por Zola en Le roman expérimental, publicada en 1880. En esa obra el escritor francés abogaba por una novela que pasara de la ciencia de la observación a la ciencia experimental, en consonancia con la vigencia del pensamiento científico en la época. La cuestión palpitante no fue la primera respuesta a los postulados de Zola (las primeras menciones del autor galo en la prensa española son de 1876), pero sí el primer intento de acometer, ordenadamente[2], un análisis de los postulados naturalistas y realistas a través del tratamiento de la novela en Francia, Inglaterra y España. A la vez, con La cuestión palpitante Pardo Bazán se inserta de lleno en los debates estéticos de la época en España, en los que ya encontramos la dicotomía entre Verdad y Belleza. Así, por citar solo dos ejemplos de las posturas opuestas en tal debate, cabe recordar que Manuel de la Revilla en su ensayo “La tendencia docente en la literatura contemporánea”[3] ya se manifiesta en contra de que “se diga que el fin del arte es la expresión de la verdad” (p. 139). Esta afirmación se ve contestada en ese mismo año por Pedro Antonio de Alarcón, en su discurso de ingreso a la RAE, en el que defiende de forma muy vehemente una literatura al servicio de la Verdad y no de la Belleza[4]. Especialmente relevante me parece el ensayo “La novela naturalista” de Francisco Díaz Carmona, a quien Pardo Bazán cita en el prólogo a la edición de 1891 de La cuestión palpitante. En su ensayo, Díaz Carmona introduce un concepto que creo que resulta básico para trazar la evolución de la producción literaria española de fin de siglo: la verosimilitud.

“El arte no es la ciencia; ésta descansa en la verdad, aquél en la verosimilitud (…) Aun suponiendo que la verdad desnuda fuera objeto del arte, el naturalismo no es la escuela de la verdad y la realidad, puesto que no admite otra realidad que la de los sentidos, negando el alma que es una cosa real, y el orden sobrenatural, que es otra realidad.” (La Ciencia Cristiana, núm. 46, p. 665)

 

Sobre esta última afirmación, la de que el orden sobrenatural es otra realidad, cabría destacar las implicaciones que tiene en términos de la doctrina clásica de la imitación [stretch out]. El silogismo es fácil: si la realidad puede imitarse, el orden sobrenatural podrá ser imitado en tanto que constituye otra realidad. Ahora bien, la imagen imitada por el arte —las ondas del agua que el niño produce al lanzar piedras— debe ser percibida de la misma manera en que lo es la realidad a la que imita. Hay que preguntarse, entonces, de qué manera percibimos lo sobrenatural y cómo esa idea puede conformar una imagen que nos remita, de nuevo, a una idea (nueva, representada) de lo sobrenatural[5].

 

En La cuestión palpitante, la posición de Pardo Bazán en relación con la realidad imitable es compleja. Por un lado, la autora es bastante dogmática a la hora de afirmar que “si es real cuanto tiene existencia verdadera y efectiva, el realismo en el arte nos ofrece una teoría más ancha, completa y perfecta que el naturalismo” (p. 154). Dicho esto, solamente unas líneas más abajo, leemos: “Siempre que una realidad —sea del orden espiritual o material— sirva de base al arte, basta para legitimarlo” (p. 155). Resulta difícil poner a dialogar ambas afirmaciones. En la última podemos reconocer la postura de Díaz Carmona acerca de los distintos tipos de realidad que pueden ser imitados, aunque Pardo Bazán no utiliza la palabra sobrenatural sino espiritual [6]. Ambos conceptos hacen referencia a aquella realidad que no puede ser aprehendida por los sentidos[7]. A esa realidad, me parece, pertenecen las imágenes que se aparecen en el estado entre el sueño y la vigilia, así como las apariencias motivadas por el deseo que emana de la consciencia de los personajes (pienso en La incógnita, en Realidad, pero también la Irene de Verdad y por supuesto en Electra). En relación con esa realidad (verdad) espiritual, propongo pensar estas intervenciones en las nociones de verdad-ficción no como un recurso formal, sino como un mecanismo amparado en los sistemas de pensamiento de cambio de siglo por los que verdad y ficción pasan a interactuar como modos de relación. Los modos de relación no son otra cosa que los tradicionales modos del ser (necesidad y contingencia; posibilidad e imposibilidad; efectividad e inefectividad) relacionados entre sí[8]. Estos modos están siempre presentes en mayor o menor medida en toda experiencia estética[9] y a su vez toda experiencia estética surge de la modulación entre esos modos. La modulación se produce en dos niveles, la de los modos relativos (necesidad y posibilidad) y la de estos con los modos absolutos (efectividad). Hartmann enuncia esto como Ley Modal Fundamental en tanto que “sólo en razón de condiciones efectivas puede darse algo como posible o necesario[10]” (Ontologie II, 91, mi traducción). La efectividad es siempre, en términos estéticos, el resultado de un conflicto abierto y dependerá de decantaciones determinadas para modularse en uno u otro sentido (lo que se puede hacer, lo que no se puede hacer, lo que se tiene que hacer, lo que no se tiene que hacer). Entender La cuestión palpitante como el intento por poner por escrito ese “conflicto abierto” entre las distintas formas y experiencias estéticas me parece útil como metodología desde la que aproximarme a la confluencia de los distintos sistemas a través de los que se piensa la representación a finales de siglo. Así, cuando Pardo Bazán afirma (vd. supra) que lo real es aquello que tiene una “existencia verdadera y efectiva” no está hablando sino de una krásis, una simetría en la que se concrete cualquier realidad —por abstracta, espiritual o sobrenatural que sea[11]. Lo efectivo, como modo estético, tiene que reproducir, según Lukács, lo que sucede y está en el mundo. Ahora bien, esa efectividad estará condicionada por qué puede y qué no puede estar en el mundo (posibilidad) y qué debe y no debe estar en el mundo (necesidad). Es en este sentido en el que entiendo la afirmación de la autora acerca de las obras que cumplen la estética realista, que son aquellas “donde tan perfectamente se equilibran la razón y la imaginación” (p. 156). Frente a ellas, la autora carga contra el idealismo promulgado por Hegel, que considera la esfera del arte como una región superior, más pura y verdadera que lo real” (citado en La cuestión palpitante, p. 157). Su concepción de la idea hegeliana pasa por considerar esta como una suerte de carta blanca para el creador, que la acomodará a sus propios principios creativos según le convenga (p. 158). Sin embargo, en el penúltimo ensayo (“En España”), Pardo Bazán considera a Galdós un idealista y no un realista, a pesar de que “por la natural tendencia de su claro entendimiento hacia la verdad, y por la franqueza de su observación” (p. 314) el autor canario estuvo siempre dispuesto, según ella, a “pasarse al naturalismo” (íbidem). Curiosamente, Pardo Bazán ya advierte en este ensayo que sus últimas obras han adoptado el tono “de la novela moderna y han ahondado más y más en el corazón humano” (íbidem)[12]. Así, la autora alaba a la par El Amigo Manso y La Desheredada como las novelas en las que Galdós se ha “sacudido el yugo de ideas preconcebidas” para, abrazando el realismo, “tomar nota de la verdad ambiente y realizar con libertad y desembarazo la hermosura” (p. 315). Querría llamar la atención acerca del hecho de que elija estas dos novelas como las que marcan “sus desposorios con el realismo” (sic), pues en ambas cobran importancia la imaginación y las impresiones como realidad susceptible de ser imitada. La Desheradada fue considerada por el propio Galdós una “historia de verdad y de análisis”. Su protagonista, Isidora, tiene una imaginación fuera de lo común y tenía por costumbre “representarse en su imaginación, de una manera muy viva, los acontecimientos, antes de que fueran efectivos”. Los acontecimientos, para Isidora suceden —se hacen efectivos— en su propia imaginación. [resumir trama] El personaje de Isidora se decanta en su efectividad por aquello que puede ser (lo posible). Galdós transcribe dos sueños como acontecimientos que suceden en la realidad —el lector no sabe si está leyendo hechos reales o soñados— y que tienen consecuencias en la vida de la protagonista. Ambos sueños constituyen augurios motivados por la confluencia de los deseos de Isidora (cambio de clase social, ganar el pleito, etc.)[13]. Su capacidad de pensar se intensifica de noche, pues a menudo pasa las noches en vela. Es entonces, “recogida en sí, y en esta soledad del pensar” cuando Isidora puede decir lo indecible, al igual que el Orozco de Realidad. A los monólogos interiores de los personajes como forma necesaria de enunciar la verdad añadirá después Galdós las alucinaciones y las apariciones. Lo característico de la alucinación, afirma Ricardo Gullón en Galdós, novelista moderno, es “la incertidumbre sobre la realidad de lo acontecido” (p. 209). Recupero aquí la noción de “conflicto abierto” para referirme al paisaje[14] en el que realidad y realidad sobrenatural (espiritual) confluyen[15] resultando en la incertidumbre no solo para el personaje, sino también para el lector. Si bien Gullón nota de manera tangencial la importancia del inconsciente en determinadas apariciones, que son para él “la figuración plástica de recónditos deseos” (p. 216) . Sin embargo, argumento que no hay en las apariciones (ni en las alucinaciones ni en los insomnios) un lenguaje psicoanalítico, sino fenomenológico: Manuel Infante en La incógnita pudo “sentir bajo su cráneo” la revelación de la infidelidad de Augusta y Federico Vieira en Realidad puede tocar a la sombra con la que está hablando. Habría entonces que considerar la fenomenología europea de finales de siglo como sistema de representación, además de su relación con la metáfora como encarnación de todo un nuevo sistema de posibilidades del lenguaje (Nietzsche) para abordar el conflicto de niveles de enunciación de la verdad en Galdós (y en Pardo Bazán).

Algo fundamental en La cuestión palpitante, me parece, es que es precisamente al hablar de Galdós cuando Pardo Bazán reconoce las tensiones de los sistemas de imitación existentes —que ella misma reflejará después en Verdad y Juventud. Al respecto de la imposibilidad de colocar el lenguaje literario en categorías cerradas y aisladas, en el último ensayo leemos:

 

“Una ventaja que tenemos hoy, y es que la preceptiva y la estética no se construyen a priori, y las clasificaciones ya no son artificiosas y reglamentarias, ni se consideran inmutables, ni se sujetan a ellas los ingenios venideros, antes ellas son las que se modifican cuando hace falta.” (p. 324)

 

En definitiva, volviendo a aquel gesto originario del arte que mencionábamos al principio, diría que tan relevante resulta, en términos estéticos, la posibilidad de la creación de ondas en el agua como la necesidad de que el niño modifique la superficie de aquella. Ambas, posibilidad y necesidad, confluirán en el modo en que el gesto del niño se hace efectivo y por tanto sucede, como tal, en nuestro mundo.

[1] Hubo tres reediciones en vida de la autora: la segunda, con prólogo de Clarín, en 1883; la tercera fue la traducción al francés realizada por Albert Savine en 1886; finalmente, se incluyó en el tomo I de las Obras completas de la autora, en 1891. Mis citas corresponden a la edición de José Manuel González Herrán, coeditada por la Universidad de Santiago de Compostela y la Editorial Anthropos en 1989.

[2] Aunque González Herrán le achaca “falta de coherencia interna”, que se manifiesta según él en las frecuentes contradicciones de la autora (p. 57). Sin duda estas contradicciones tienen que ver con la publicación por entregas pero también, me parece, con la dificultad de aunar los postulados naturalistas con su propio conservadurismo y el eclecticismo que ella misma expresó: “No soy idealista, ni realista, ni naturalista, sino ecléctica” (en “Pedro Antonio de Alarcón”, Obras Completas, III, p. 1.361)

[3] La Ilustración Española y Americana número 21, 1877, citado en González Herrán, p. 23.

[4] “(…) corre válida por el mundo, en son de axioma estético y principio didáctico, la peregrina especie, nacida en la delirante Alemania, adulterada por el materialismo francés y acogida con fruición por el insepulto paganismo italiano, de que el Arte (…) es independiente de la Moral” (Pedro Antonio de Alarcón, “Discurso de ingreso”, 1877, p.11, cursivas en el original. Recuperado de https://www.rae.es/sites/default/files/Discurso_ingreso_Pedro_Antonio_de_Alarcon.pdf)

[5] En Verdad volveré a esto a propósito de la “apariencia” de Irene muerta.

[6] Una palabra que, como vimos, volverá a utilizar Galdós en el prólogo a El Abuelo: La palabra del autor, narrando y descubriendo, no tiene, en términos generales, tanta eficacia, ni da tan directamente la impresión de la verdad espiritual (3).

[7] Hablaré de sentidos en términos aristotélicos (y no kantianos), entendidos como percepciones aisladas que da lugar a una koine aísthêsis, una sensibilidad compartida que establece el sentido propiamente dicho.

[8] Se reconocen como tales desde los tiempos de la Escuela de Megara —cuando esta doctrina se contraponía a la dialéctica de potencia y acto de Aristóteles— y su influencia en la historia del pensamiento occidental puede rastrearse a través de Agustín de Hipona, Kant (Kritik der Urteilskraft), Nikolai Hartmann (“Seinsschichten”, en Ontologie II), Lukács (Aesthetik, Teil I), de Certeau (“manières de faire”) o John Berger (“ways of seeing”). En la estética española de la segunda mitad del XIX, hemos encontrado menciones a la doctrina de los modos del ser por ahora en los manuales de Milà i Fontanals (1857), Llanas Aguilaniedo (1899) y Surroca i Grau (1900).

[9] Sobre la coextensividad de los modos, cf. Claramonte, Estética modal, 93.

[10] Hay una reformulación de esta ley interesante en el “Principio Ontológico” de Whitehead según el cual lo concreto siempre mostrará primacía, pues lo abstracto necesita de lo concreto para ser.

[11] Igual para la “eficacia” de la palabra de los personajes frente a la del autor mencionada por Galdós y que comentamos en la sesión anterior.

[12] Alejándose de la “tendencia docente” que ella censura en los Episodios (p. 315)

[13] Cf. los sueños de Víctor Cadalso en Miau o de Almudena en Misericordia.

[14] Utilizo paisaje tal y como ha sido definido en el Laboratorio del Procomún llevado a cabo en el CCCB (Bcn) y MediaLab (Madrid) por el grupo de investigación de Estética Modal del profesor Jordi Claramonte. El paisaje es una categoría que recoge las tensiones inevitables que derivan de la concurrencia de distintos modos de relación. Etimológicamente la raíz tiene connotaciones interesantes, pues *pays- se refiere tanto al habitante como al territorio (así cat. pagès, fr. paysan son los que construyen, colaboran y se adaptan a la tierra). Las mismas connotaciones están en la palabra germánica “landschaffen” (lit. “construcción de la tierra”), de donde ingl. landscape y hol. landscap. Estas connotaciones apuntan al paisaje como algo no pasivo sino capaz de participar del encuentro entre territorio de habitante, escenario y actor —o en términos marxistas, como matriz además de como marca.

[15] Lo hacen, además, en la ficción. Aquí referirme a niveles/modulaciones de imitatio.

#5

La última carta de La incógnita es la única escrita desde Orbajosa por Equis, el destinatario de las cuarenta y una misivas anteriores. En esa carta, Equis le explica a Manolo Infante que, al abrir el arca donde guardaba toda su correspondencia para releerla, se la encontró transformada “en el drama o novela dialogada, de tu puño y letra” (cursivas en el original). Ante la sorpresa de Infante, Equis afirma:

 

“Pero qué, ¿no crees en la metamorfosis? Para mí es tan común el fenómeno, y lo he presenciado tantas veces que no me causa sorpresa alguna. Sí, chico, no te quemes las cejas averiguando quién ha compuesto eso. La realidad no necesita que nadie la componga; se compone ella sola.” (365-6)

 

De esta manera Galdós enfrenta al lector a una transición entre formas literarias, pasando de una novela epistolar a una novela dialogada. Como para Flaubert, las conexiones entre diferentes formas literarias adquieren para Galdós la función de diferentes aproximaciones al territorio liminal entre realidad, ficción y representación. Así, la trama y los personajes descritos en La incógnita nos son conocidos a través del entendimiento de Manuel Infante, lo que hace que tengamos las mismas limitaciones que él: lo que él no sabe, nosotras tampoco lo sabemos; su percepción de las personas que tiene alrededor es la que tenemos nosotras. A pesar de la última carta que mencionábamos al principio, el resto de la novela está constituida por la correspondencia unidireccional de Manuel Infante al señor Equis. La manera que Galdós ideó para superar esas limitaciones del entendimiento es la novela dialogada —sin narrador— en la que sean los personajes los únicos que narren los hechos que rodean al crimen relatado por Manuel Infante en la novela epistolar. Creo que el hecho de que Galdós acometa la misma trama desde dos formas distintas no debe separarse del contexto histórico, filosófico y social en el que está escribiendo. La segunda mitad del s. XIX se caracteriza por la convergencia de sistemas de pensamiento muy diferentes (ciencia, sociología, filosofía, literatura) en torno a un interés por cómo narrar lo factual. Ambas obras, La incógnita y Realidad, tienen que ver con este interés por colocar los hechos por encima de los niveles de ficción, representación y representatividad (vigentes desde Hegel), así como por legitimarlos como fuente para la creación literaria.

Si en La incógnita Galdós nos enfrentaba a la imposibilidad de conocer la verdad objetiva, en Realidad el autor nos presenta los hechos desnudos para que seamos capaces de contrastar y comprender la formación de la opinión (doxa). Es por esto que recurre a una forma híbrida entre novela y drama[1] para narrar el triángulo amoroso entre Federico Vieira, Augusta y Orozco.

Ante la ausencia de un narrador, la acción avanza a través de diálogos, apartes y monólogos. Especialmente interesantes son los monólogos de Orozco y Augusta de la escena VIII de la primera jornada (399-410). A punto de acostarse, Orozco y Augusta expresan sus preocupaciones y sus miedos a espaldas del otro. Para Orozco, la vida adquiere sentido únicamente a través de una conciencia moral clara y rígida, que él pone en práctica ayudando (económicamente, pero también emocionalmente) a los que le rodean[2]. Para Augusta, en cambio, los desvelos se traducen en ocultar su aventura extramatrimonial con Federico Vieira. De su remordimiento tiene la culpa, afirma “el trato social, lo que una piensa, y lo que oye, y lo que ve…” (400). En el último diálogo justo antes de dormirse, Orozco le dice que, pese a poseer una gran inteligencia, “no ve la verdad” (402). Esto da pie al monólogo más largo de Augusta que, creyendo a Orozco dormido, se debate entre el sueño y la vigilia (“¿Pero estoy dormida o estoy despierta? porque esto que pienso no es un despropósito de los que solemos soñar”, 405) entre dudas acerca de la moralidad de sus hechos apela a un confesor que alivie la pesadez de su conciencia. En ese momento aparece junto a ella la Sombra de Orozco. La Sombra, de acuerdo a las acotaciones, “es una forma indeterminada, cuyo ropaje no se percibe”. Augusta reconoce en ella el rostro y los ojos del marido que duerme, y comienza a relatar con detalle cómo se gestaron los sentimientos que dieron pie a su infidelidad. A lo largo de su confesión, Augusta interpela a la Sombra repetidas veces (“No me dices nada. ¡por qué callas? ¿Te asombras de que no me disculpe?”) sin que esta le responda. Cuando la Sombra se desvanece (sic), ella es incapaz de discernir si ha dormido o no[3].

 

La Sombra de Orozco volverá a aparecer, frente a Federico Vieira en la escena XIII de la cuarta jornada, esta vez “con perfecta apariencia humana” y con voz. El diálogo entre Federico Vieira y la Sombra tiene tintes socráticos, con el espectro intentando que Vieira desentrañe la naturaleza de su relación con la Peri y la importancia de la acción individual que separe el bien del mal. En términos de la trama, esta aparición inicia un equívoco (Federico no sabe que está viendo un espectro, cree que es realmente Orozco, que acaba de hablar con él) que perseguirá a Vieira hasta el final de la obra[4]:

 

“¡Cómo está mi cabeza! (…) ¿He hablado yo con Orozco en casa de San Salomó, o es ficción y superchería de mi mente? No puedo asegurarme nada. Yo le he visto, yo he hablado con él… La realidad del hecho, en mi la siento; pero este fenómeno interno, ¿es lo que vulgarmente llamamos realidad?” (541, la cursiva es mía)

 

Si en la aparición frente a Augusta la Sombra propició su confesión (esto es, que ella fuera capaz de enunciar la verdad), frente a Federico la Sombra es un mecanismo de contrastación de opiniones. Aunque nunca le pregunta directamente por la infidelidad con Augusta, la Sombra inquiere información sobre todos los rumores que hay en su entorno sobre la vida y relaciones de Federico.

Para tratar la aparición del espectro en Realidad quisiera mencionar antes esta cita del propio Galdós, extraída del prólogo de El Abuelo (1897)

 

El sistema dialogal, adoptado ya en Realidad, nos da la forja expedita y concreta de los caracteres. Estos se hacen, se componen, imitan mis fácilmente, digámoslo así, a los seres vivos, cuando manifiestan su contextura moral con su propia palabra y con ella, como en la vida, nos dan el relieve mis o menos hondo y firme de sus acciones. La palabra del autor, narrando y descubriendo, no tiene, en términos generales, tanta eficacia, ni da tan directamente la impresión de la verdad espiritual. (3, la cursiva es mía)

 

Al hilo de esta afirmación, me planteo si es posible explicar el recurso a la sombra como un paso más allá en la eficacia de la palabra (como verdad). Si la palabra del autor no tiene tanta eficacia como la de los propios personajes, ¿pierde la palabra de los personajes eficacia en relación con la palabra de la imagen/espectro conocedor de la verdad?

 

 

Cabría pensar entonces en la última escena como posible resolución en el sentido que acabamos de apuntar. Orozco, seguro de haber descubierto la infidelidad de su mujer (aunque ella le ha mentido al responderle que no tenía nada que ver con Federico Vieira ni con su muerte), vaga por distintas habitaciones de la casa reflexionando sobre la importancia de los hechos frente a la opinión. Sorprendido por ir encontrando las luces encendidas en todas las habitaciones de la casa (cf. Electra, Máximo), cree ver a alguien, pero no hay nadie (“Nadie. nadie. Era mi idea, queriendo convertirse en imagen” 594). Un poco después, “vuélvese y ve una imagen subjetiva, representación fidelísima de persona viviente” (íbid.). Entre la Imagen y Orozco se entabla un diálogo de marcadas connotaciones fenomenológicas (“¿Pero la ves a ella? Yo creí que me veías a mí solo, como hechura mía que eres”… “No; aquí me tienes. te toco para que no dudes de mi presencia” 595-6) en el que Orozco acaba admitiendo que únicamente puede tener una opinión acerca de la muerte de Federico Vieira (a quien cree que la imagen encarna). Orozco cree que su muerte se debió a que la vida se le hizo imposible “colocada entre mi generosidad y mi deshonra”. La novela acaba con la Imagen y Orozco sentados en el borde de la cama de este último, abrazándose[5].

[1] La novela se divide en jornadas y los personajes se presentan al principio como “dramatis personae”. [Es posible que Realidad marque un punto de inflexión en la vuelta de Galdós a la escritura teatral, comprobar cronología.]

[2] [¿Pensar en Orozco como filántropo? ¿O más cristiano?]

[3] En la acotación: “Pausa larga. Permanece un rato con las ideas oscurecidas, murmurando frases deshilvanadas. Restrégase los ojos. Por fin se aclara su juicio, y se reconoce en la realidad” (408, la cursiva es mía).

[4] El siguiente encuentro entre Federico Vieira y la Sombra tiene lugar poco después, en la escena XVI. En este diálogo la confusión de Vieira se acentúa merced a las preguntas de la Sombra. Además, en relación con la deshonra que supone su relación con la Peri y con Augusta, el espectro de Orozco le advierte: “ya no te libras de esa opinión”. Ante eso reaccionará Vieira con la idea del suicidio como única manera de librarse de la ansiedad que eso le produce (549). El siguiente encuentro, mucho más breve, tiene lugar en la escena III de la quinta jornada. Cuando Augusta entra en escena, esta no puede ver al espectro, lo que lleva a Federico a dudar aún más de su percepción de la realidad (“¿Estoy yo loco o qué es esto, razón mía?” 567)

[5] Creo que el abrazo entre la imagen y el personaje real (que a su vez es un ser ficticio) tiene una poderosa carga simbólica que habría que analizar en términos de ideas (Platón), verdad y apariencia (Badiou) y lo fenomenológico (Merleau-Ponty). Y por supuesto pienso en estos espectros (recuerdo la visión reveladora entre sueños de Manuel Infante en La incógnita) como precedentes de la Sombra de Eleuteria (capaz de enunciar algo que estos no han podido enunciar).

 

#4

De La incógnita, novela compuesta por Galdós entre los últimos meses de 1888 y los primeros de 1889, se ha escrito mucho sobre el porqué de su forma epistolar. Desde Janet Altman, quien considera que el recurso de la escritura epistolar es un recurso más para crear “an illusion of veracity and authenticity”[1] hasta Francisco Caudet, quien en el prólogo a su edición en Cátedra (2004) lo ve como un experimento narrativo más en el marco del proyecto realista-naturalista del autor canario, resulta innegable que la forma en que está escrita la novela condiciona la interpretación del contenido. Mención aparte merecen, para la aproximación que voy a realizar aquí, los ensayos de Sobejano[2] y de Tsuchiya[3]. El primero porque delimita el tema de la novela: “la opinión: la opinión particular y la opinión pública” (91); la segunda porque es capaz de analizar el recorrido inverso del contenido hacia el lenguaje. Para Tsuchiya, “[a] desire for truth motivates Infante’s interpretive activity” (338) y, al mismo tiempo, lo cambiante de su visión de la realidad hace imposible llegar a la verdad.

Es de esos dos aspectos, opinión y verdad, de los que me ocuparé a continuación.

Por opinión debemos entender la visión parcial e incompleta de los hechos acaecidos en Madrid que Infante le hace llegar por medio de cartas a don Equis X, en Orbajosa. La verdad sobre esos hechos se va posponiendo a lo largo de la obra, hasta el punto de que no será hasta Realidad, “la contrapartida dialéctica” de la novela que nos ocupa, cuando se desvelen propiamente los enigmas que se van alimentando en La incógnita por medio de la acumulación de experiencias y valoraciones subjetivas del protagonista[4].

Para Sobejano “ la opinión es, en el mejor de los casos, una certeza subjetiva, y en esto se diferencia de la certeza objetiva, verdad o realidad” (94). En efecto, la información que Infante va trasladando al destinatario de sus cartas no es más que una apariencia de verdad construida a través de sus impresiones subjetivas y su capacidad para acoplar su sensibilidad a aquello que ve, escucha o lee. La novela está construida, entonces, sobre una doxa que puede ser superada únicamente por la verdad —verdad que también debe enunciar el propio Infante. La literatura está preparada para especular acerca de la verdad. El sujeto moderno espera entonces colocado en una suerte de hiato —lejos de la verdad—, del que desconoce si será o no interminable. Es lo que Proust llamó el sujeto que resiste y Badiou llama el sujeto que espera[5]. En este sentido en que propongo que el encuentro entre filosofía y literatura es condición indispensable para la modernidad del cambio de siglo en España. La relación que la filosofía adopta para con la literatura es ambivalente y no abandonará esa ambivalencia hasta nuestros días. Badiou reconoce la importancia de una literatura (para él representada por Mallarmé y Beckett) definida por la verdad que —a su vez— la literatura es capaz de pensar. Considerar a la literatura una forma de pensamiento plantea muchos problemas, algunos de los cuales ya los ha señalado Lecercle (en Badiou and Deleuze read Literature, 2010 ). Él afirma que para Badiou, la literatura constituye una forma especial de pensamiento equivalente —pero no reducible— a la filosofía[6]. En mi opinión, la afirmación se sostiene si incluimos el especial tratamiento de la doxa que hace la literatura, algo que está ausente en la lectura de Lecercle. En esto, encuentro en Galdós el primer ejemplo moderno de la incidencia que la literatura tiene como necesidad del pensamiento filosófico (y no al contrario). El protagonista de Galdós persigue (espera)—como el lector— distintas verdades a lo largo de la obra. La primera tiene que ver con el honor de Augusta, la segunda con la muerte de Federico Vieira. En el impasse anterior a la verdad, nos presenta el mundo en términos de apariencias; es una premisa que aceptamos como lectores toda vez que la resolución del enigma aparece como un horizonte de acontecimiento, una incisión en nuestra espera que se producirá fuera de la doxa (para-doxa). Respecto a la primera incógnita, es en la duermevela, cuando a Infante se le aparece clara la verdad:

“[A]noche tuve una revelación… ¿Crees tú que cuando dormimos, o cuando nos hallamos en ese estado psicológico fronterizo entre el sueño y la vigilia, estado en que se confunden la estupidez y la perspicacia, puede venir un espíritu a ingerirnos en el cerebro una idea, o a murmurar en nuestro oído palabras que son la cifra de un misterioso enigma? (256)

La verdad revelada a Infante en el “estado fronterizo del sueño y la vigilia”, y su capacidad de ser interpretada por el lector como enunciación más allá de la doxa —o, por el contrario, como una continuación del sistema de opiniones y experiencias subjetivas del emisor de las cartas— tiene que ver, a mi juicio, con esa “necesidad de la literatura” que Badiou clama para la filosofía desde Le Siècle. Infante es el sujeto de un acontecimiento —la revelación de la verdad— que irrumpe en su búsqueda desde un tiempo y un espacio otros[7].

Pienso entonces que, si aceptamos que la forma esencial de la opinión es el comentario (hablado o escrito, Sobejano 92), la forma esencial de la verdad tiene que ser la revelación. Esa revelación comparte con l’événement ciertas características básicas como la fragilidad, la vulnerabilidad, su naturaleza de incisión en una continuidad y su condición de rara ocurrencia. Infante ejemplifica ambos modos de hacer a la perfección merced a su tendencia, como afirma Tsuchiya, “to view reality in ters of extremes”. Sin embargo, lo que creo que resulta interesante es ver cómo esos dos modos de hacer, verdad y opinión, se comunican constantemente y cuáles son los mecanismos por los que lo hacen.

 

 

[1] Altman, Janet. Epistolarity: Approaches to a Form. Columbus: Ohio State UP, 1982.

[2] Sobejano, Gonzalo. “Forma literaria y sensibilidad social en La incógnita y Realidad, de Galdós.” Revista Hispánica Moderna 30 (1964), pp. 89-107.

[3] “La incógnita and the Enigma of Writing: Manolo Infante’s Interpretive Struggle.” Hispanic Review, Vol. 57, No. 3 (Summer, 1989), pp. 335-356.

[4] A esto hay que sumarle la reproducción de ciertas características de la novela criminal y de los folletines, pero no me voy a ocupar de eso aquí.

[5] Aquí es donde quizá entraría la estética de Rancière: la literatura puede pensar esa condición en suspenso hacia la verdad (L’espace des mots).

[6] La paradoja es que las lecturas que Badiou propone son extremadamente problemáticas (**comentaré por qué).

[7] En Realidad será la sombra de Orozco quien enuncie la verdad (esta vez con otro tipo de enunciación, lo comentaré entonces), como en Electra. La evolución desde una revelación sin forma ni sin voz hasta la aparición de una sombra que sea capaz de enunciar la verdad por sí misma me parece importante y (de nuevo) no creo que pueda explicarse sin tener en cuenta los debates contemporáneos sobre palabra, fenómeno y metáfora. Aquí es la literatura la que tiene que apoyarse en la filosofía para recuperar la doxa como enunciado válido.

#3

La escena IX de Electra se abre con la Sombra de Eleuteria “que vagamente se destaca en la oscuridad del fondo”. Se trata, sin duda, de una escena sobrecogedora para el público. El propio Baroja, al ver la representación el día de su estreno, relata: “En uno de los momentos en que aparece un fantasma, Azorín me agarró del brazo, y vi que estaba conmovido”[1]. Baroja llama fantasma a la sombra, en lo que, suponemos, fue una interpretación que se generalizó desde el primer momento. El hábito de monja que la actriz Florentina A. del Valle lució en las primeras representaciones es absolutamente blanco, resaltando su palidez (imagen 1). Es la transmutación del “blanco deslumbrante” que Máximo anhelaba, en el proceso inverso al científico.

Imagen 1. Florentina A. del Valle en el papel de la sombra de Eleuteria.
Revista El Teatro, abril de 1901. Fuente de la imagen: cervantesvirtual.com

 

Si Máximo simbolizaba la posibilidad humana de fabricar luz, la madre de Electra encarna esa luz desde el mundo de las sombras. La encarnación de Eleuteria se manifiesta en una corporeidad específica. Frente al espejismo de Máximo, de cuya figura no hay comentario alguno en las acotaciones, de la Sombra sabemos cómo viste, desde dónde sale, hacia dónde se dirige y, finalmente, qué dice. En efecto, la Sombra habla, tiene voz. Colocada “a la menor distancia posible” de su hija, Eleuteria declara:

“Tu madre soy, y a calmar vengo las ansias de tu corazón amante. Mi voz devolverá la paz a tu conciencia. Ningún vínculo de naturaleza te une al hombre que te eligió por esposa. Lo que oíste fue una ficción dictada por el cariño para traerte a nuestra compañía y al sosiego de esta santa casa”.

 

Es una voz que se afirma en primer lugar (“Tu madre soy”), para negar a continuación cualquier “vínculo de naturaleza” entre Electra y a Máximo. Ambos enunciados, la afirmación de la identidad del espectro y la negación del parentesco, se le revelan a Electra como secreto. El secreto no se puede decir si no es desde la más absoluta libertad, por eso Eleuteria puede decirlo, porque está liberada de las limitaciones de la vida, de lo humano. La sombra de Eleuteria tiene la capacidad de afirmar y de negar: recoge todas las posibilidades del lenguaje. En la tensión entre el afirmar y el negar, la verdad enunciada por el espectro traspasa el futuro encarnado en la fe religiosa así como el progreso que representa la ciencia. Su condición de espectro se revela como mediadora a partir de estos dos actos del lenguaje, que constituyen las expresiones mínimas binarias de la enunciación: de un lado el “tu madre soy”, de otro el “ningún vínculo de naturaleza te une”. Supera, además, la noción fenomenológica de la palabra que Nietszche atacaba por ser un mecanismo de legitimación de la metáfora. La Sombra de Eleuteria, siendo espectro, es capaz de superar el primitivismo de la metáfora porque conoce la ficción y es capaz de enunciarla para, seguidamente, evocar la verdad que ha venido a revelar. Así, lo que oyó Electra, le dice la sombra de su madre, “fue una ficción”, pertenece a un terreno en el que el lenguaje no es la expresión adecuada de la realidad. Pero Eleuteria, enunciando la ficción ­­—y precisamente por eso—, revela la verdad. La verdad, entonces, no ha venido de la ciencia. La escena de la sombra hace desmoronarse las lecturas que ven en Electra un mero enfrentamiento de la religión con el espíritu científico. El espectro traspasa esa dicotomía por medio de una enunciación que resuelve el enigma de la relación entre Electra y Máximo. El enigma, afirma Agamben “conecta cosas imposibles y todo auténtico significar es siempre enigmático”. (2006: 235) El carácter mediador del enigma es capaz de asumir el comportamiento estético que demandaba Nietzsche como puente entre sujeto y objeto. Desde el enigma, el fantasma es capaz de superar la distinción sujeto-objeto, porque nos miran, como dijo Agamben de las estatuas primitivas, “desde un lugar que precede” esa distinción (2006: 113). Así, la verdad que enuncia Eleuteria es objetiva —la verdad de Eleuteria, en tanto que ella emprende el acto de enunciarla—, pero también subjetiva —en tanto que esa verdad la contiene a ella.

No es, por tanto, la ciencia quien puede transmitir la verdad, sino el fantasma, el símbolo que Agamben consideró la “fractura original de la presencia” (2006: 229). Precisamente Agamben se ocupa en Estancias de voz de los fantasmas. El filósofo italiano retoma la teoría aristotélica del fantasma para referirse a su capacidad para hablar. Así, en el De anima Aristóteles refiere que no podemos considerar voz a todo sonido emitido por un animal, sino solamente a aquel que va acompañado de algún fantasma, “porque la voz es un sonido significativo” [2]. De esta manera, dice Agamben, “el carácter semántico del lenguaje está así indisolublemente asociado a la presencia de un fantasma”. Dicho de otra manera, la palabra del fantasma trasciende la voz humana. La verdad enunciada por la Sombra de Eleuteria trae la luz definitiva, que no es sino un modo más original del decir, uno que supera lo humano para incardinarse en el topos simbólico de la metafísica. Galdós delega en el fantasma la capacidad de un deus ex machina cuya función no es resolver el nudo de la trama, sino recordar al espectador-lector que las cosas no se encuentran fuera de nosotros. Electra puede ver la sombra de su madre porque a través de ella se abre el lugar original desde el que se hace posible experimentar el mundo en plenitud. La experiencia del fantasma sólo puede suceder en un no-lugar, un topos outopos desde donde colocarse frente al ser que es Electra. Enfrentada a la verdad de la sombra, Electra es capaz de percibir fenómeno y experiencia. La metáfora, para ella, como la luz, ha desaparecido.

[1] Baroja en Memorias 1949: VII, 741-2

[2] 420b, citado en Agamben, Estancias, 2006: 138.

#2

Elegí este texto de Galdós como pretexto para delimitar los conceptos teóricos que recorrerán, en menor o mayor medida, los textos de este seminario –-así como para posicionarme con relación a ellos.

De hecho, disfruto leyendo este texto como un posicionamiento estético del propio Galdós. Enmarcado entre el espíritu que aparece como primer sustantivo del texto, y la “mujer hermosa” que le señala dónde debe sentarse, el cuento encierra la batalla entre una estética como ciencia de lo bello y una estética como ciencia de las sensaciones*.

El protagonista del cuento, al levantarse sin cabeza, se pone a pensar cómo encontrarla. La separación material de cuerpo y cabeza es elocuente. El protagonista, aunque reconociéndose “vivo, pensante”, no tenía cabeza.  Así, nos encontramos literalmente con la idea kantiana de indiferencia (Gleichgültigkeit), entendida como la requerida distancia conceptual frente a un objeto que se necesita para emitir un juicio estético sobre dicho objeto. Ya Burke (y Aristóteles) señalaron la necesidad de que el vidente se colocara en un lugar suficientemente cerca del objeto, que le permitiera verlo en su totalidad, sin estar demasiado lejos para no perder ningún detalle. El protagonista del cuento abandona los verbos sensoriales en pos de verbos de entendimiento precisamente porque no tiene cabeza. Este giro —de lo sensorial a lo intelectual—está presente desde el comienzo mismo del texto ( “no tenía valor para reconocerme y pedir a los sentidos la certificación material de lo que ya tenía en mi alma todo el valor del conocimiento…”) y se corresponde con lo que Foster Gage (2019: 7) denomina “aesthetic turn”, en el que los límites de nuestra percepción estética constituyen los límites de nuestro mundo (íbid.)** Entiendo que esta afirmación pone punto y final, de alguna manera, al largo diálogo que Rancière ha mantenido con las Vorlesungen de Hegel –y de la que el ensayo de Ross pretende ser un breve resumen. Así, Hegel defendía que no es la percepción, sino el arte, lo que es limitado ( “the  defect is just  art  itself and the  restrictedness  of the  sphere  of  art”, 79). Esa limitación, continúa Hegel, viene del hecho de que “art  in general  takes  as its  subject-matter  the spirit in  a  sensuously concrete  form” (íbid.) Abriendo –irónicamente- el texto con el espíritu que sospecha, Galdós lleva este postulado hegeliano al extremo: el protagonista conoce en su alma que no tiene cabeza.

 

Ahora bien, la forma que se conoce (se percibe) no es la misma que la forma que ha sido planeada, o dicho de otro modo, lo proyectado solamente puede ser en potencia. Al despertar esa mañana, el protagonista de la historia percibe algo distinto a lo que espera —por repetición—a diario. La ausencia de la cabeza se señala en el texto con profusión de características anatómicas y materiales***. Sin embargo, esa profusión no puede sustituir a la experiencia de no tener cabeza. Los gestos –en tanto que creación, como cualquier obra de arte—no pueden ser parafraseados, no pueden ser sustituidos por descripciones prosaicas. De ahí que la imposibilidad de parafrasear genera siempre una metáfora. Y la metáfora, a su vez, produce un objeto real. El cuerpo sin cabeza es real. La cabeza es real. Lo es en tanto que se inserta en un mecanismo de “productive reception that reshapes the existing basic categories and boundaries of sensory experience as such” (Ross, 94). Repensando la afirmación que Rancière realiza a propósito de la transformación de Gregorio Samsa (The Flesh of Words, 153), diríamos que la desaparición de la cabeza del personaje de la historia de Galdós será más literal cuanto más se aleje de la experiencia sensorial.

El significado de las palabras en el cuento se hace inteligible precisamente por lo que no son. En este sentido, el cuento de Galdós es un gesto político (en términos de Rancière) y cualquier interpretación que le demos al hecho de que el protagonista busque su cabeza necesitará de un nuevo replanteamiento de la distinción entre Idea y Forma (en términos de Hegel).

__________________________________

* El único manual de estética publicado hasta la fecha de aparición de este relato era el de Milà i Fontanals (1857, cf. pestaña ‘manuales’), que a su vez recoge las teorías expuestas en una serie de cinco artículos publicados poco antes precisamente enEl Imparcial(donde se publicó el relato de Galdós) titulados Noticia sobre literatura alemana. Milà opta por mantener la separación hegeliana entre forma romántica y forma clásica, si bien admite que en España la distinción merece algunos matices de los que no se han ocupado los teóricos alemanes. En la casa-museo de Galdós en Las Palmas de Gran Canaria se conserva un ejemplar del manual, Principios de Estética.

**Cuando hablo de percepción no hablo de contemplación. Considero esto una lectura errónea motivada, por supuesto, por el imperio de la visión en el marco de los sistemas de pensamiento occidentales. Lo que Kant (y después Schiller, y de ahí –creo yo– Llanas Aguilaniedo y Surroca i Grau vía Milà i Fontanals) colocan en el centro de la experiencia estética no es la contemplación, sino la libertad disposicional de la tensión entre imaginación y entendimiento. Cabría preguntarse, entonces, si es pertinente considerar la imaginación como una facultad activa y el entendimiento como una facultad pasiva. Curiosamente, el texto de Galdós ofrece una solución que trasciende esta dicotomía, al servirse del vocabulario sensorial propio de la cabeza (“miré”, “oí”) toda vez que la está buscando: “miré a todos lados, creyendo encontrar sobre la mesa de noche, en alguna silla, en el suelo, lo que en rigor de verdad anatómica debía estar sobre mis hombros”.

*** En el año de la publicación de este cuento en El Imparcial (diciembre de 1892) el médico José R. Garnelo había publicado El hombre ante la estética o Tratado de antropología artística.. cuyo primer tomo 1  (Morfología) incluye varias láminas de anatomía dibujadas por su hijo, José Santiago Garnelo y Alda.

Obras citadas

Gage, Mar Foster (ed.) Aesthetics equals politics: new discourses across art, architecture, and philosophy. The MIT Press, 2019.

Hegel, G. W. F. Aesthetics. Lectures on Fine Art, trans. T.M. Knox, 2 vols. (Oxford: Clarendon Press, 1975) pp. 79-82 pdf

Ross, A (2012) “Hegelian Background to Jacques Rancière’s ‘Aesthetic Revolution’” en  Deranty, J-P & Ross, A (eds.) Jacques Rancière and the Contemporary Scene. The Philosophy of Radical Equality. New York: Continuum, 87-98