Cuenta E. Cioran que, a finales de los años 50 en el Café de Flore de París, se encontró con María Zambrano y, durante la conversación, nació su libro Historia y Utopía, a partir de un comentario sobre la utopía que, de pasada, había hecho ella, sin insistencia. Sin embargo, no son solo la utopía y la ruptura de la idea de historia como progreso lo que ambos tienen en común, sino que comparten, además, una particular concepción del tiempo, que hunde sus raíces en el renacer, en el morir como télos para poder volver a surgir. Quizá es por su condición de exiliados, quizá a causa de que ambos son hijos de un siglo donde ocurrió lo impensable, pero lo cierto es que proponen la muerte como sueño que permite a los sujetos ser, existir de nuevo. En ellos el tiempo se concibe como engendrador y destructor a la vez. Pero el engendrar y destruir a la vez implica una muerte y un renacimiento que nunca serán repetición exacta de la vida anterior, sino nueva posibilidad, o, mejor, nueva pluralidad de posibilidades.
El renacer en este contexto se podría entender como desplazamiento, como una redefinición del ser, como la necesidad de vaciar una realidad concreta para poder llenarla de nuevo. Desde la perspectiva de la mujer intelectual, republicana y española de principios del pasado siglo, existen varios renacimientos, varios desplazamientos que deben efectuarse para que esa mujer pueda ser. El primer desplazamiento es consecuencia directa de las dos primeras palabras del sintagma, mujer intelectual. En la historia de la literatura, el arte, la filosofía, etc., la mujer ha ocupado generalmente la posición de “objeto”, esto es, de ente pasivo del que se dice algo. Por lo tanto, el primer movimiento que ha de darse es un desplazamiento que podríamos llamar ontológico, porque supone el paso de objeto a sujeto, es decir, de realidad pasiva, muda, quieta a ser enunciador, activo, dinámico. Pero existe otro desplazamiento inexcusable, y es el que deriva de la última parte del sintagma, republicana y española. Tras la guerra civil en España, la única salida para poder mantener su ser de mujer intelectual republicana española, será dejar de situarse en España, esto es, el exilio, el desplazamiento geográfico a unas coordenadas distintas de la propia patria.
Este doble desplazamiento que se impone implica la desaparición de unas condiciones previas, la creación de un vacío, de una muerte que posibilitará el renacer, el existir de nuevo sin la renuncia a lo que en realidad se es. En este sentido, esta mujer de la que hablamos, por su cualidad de mujer, de intelectual, de republicana y de española, se podría definir como sujeto desacoplado, usando el término del filósofo español J. Claramonte, o desfigurado, en palabras de E. Cioran. Estos sujetos surgen en el momento en que les han arrebatado “la posibilidad misma de ser capaces de generar sentido”, producto de una quiebra en el repertorio cultural que implica que “lo que falta nos impide imaginar lo que queda como un conjunto coherente y dador de sentido” (Claramonte). Los sujetos desacoplados o desfigurados están fuera del mundo, sumergidos en el devenir de la historia, de la cultura, sin posibilidad de actuar, de habitar el mundo de una forma fértil.
Si atendemos a esta definición, la mujer intelectual representa esta idea de sujeto desacoplado, desfigurado, desde el momento en que se la mantiene separada de los medios de producción y es desposeída de su repertorio, pues como mujer no tiene acceso a la totalidad del conocimiento, se impone una distancia entre ella y la cultura. Sin embargo, esta situación de sujeto desfigurado puede ser superada si, desde la desfiguración, elige una muerte, en sentido metafórico, esto es, el sueño colectivo que le permita volver a ser lo que es y lo que no ha renunciado nunca a ser. Este proceso la convertiría en sujeto transfigurado. En palabras de Cioran este proceso consistiría en
En el caso de las autoras que forman parte de esta investigación, este desplazamiento hacia donde “no [han] sido, pero donde todo ha existido” se produce en la España republicana, que les dio la posibilidad de acceder a una formación académica y de compartir maestros con sus contemporáneos masculinos. Pudieron acceder a la “potencialidad” de ser intelectuales y artistas a pesar de[1]ser mujeres. Este primer desplazamiento, para ellas, se materializó en el cambio de dirección que dieron a sus vidas, despreciando el camino que a priori se esperaba para ellas, quitándose el sombrero, desembarazándose de los corsés a los que estaban sometidas y renunciando a ser consideradas únicamente como esposas y madres.
Pero cuando la transfiguración se había producido, el exilio las convierte de nuevo en sujetos desacoplados, esta vez de modo geográfico, puesto que dejar su país supondrá una nueva desposesión que superar. En algunas de la intelectuales españolas exiliadas tras la guerra civil, será el exilio, además, el que las haga verbalizar de manera consciente ese renacer, que sobrevuela las obras de María Zambrano, Concha Méndez, Rosa Chacel o Ernestina de Champourcín. Y de nuevo, como el exilio interior que nació de su condición de mujeres como “ser reprimido, silenciado, e invisible” ( Bellver 55), salvarán la desfiguración a través de la creación, de la resistencia a renunciar a lo que son.
[1]A pesar de ser mujeres porque la igualdad, aunque estaba siendo considerada políticamente, no era moneda de cambio en la sociedad española, y todas, sin excepción, debieron lidiar con las barreras familiares y sociales, con el desprecio de algunos varones intelectuales, incluso el de algunos de sus maestros y amigos.