Entre las intelectuales que abandonaron el país a causa de la guerra civil española, probablemente María Zambrano es la que más ha teorizado acerca del exilio y la figura del exiliado. Desde que saliera de España el 28 de enero de 1939, su vida y su obra estuvieron atravesadas por su situación de exiliada. No en vano, cuando en 1984 regresó al país que había abandonado 45 años antes, reconoció que “[e]l exilio ha sido como mi patria, como una dimensión de una patria desconocida, pero que una vez que se conoce, es irrenunciable”[1]. Pero, ¿qué es para Zambrano el exilio? ¿qué implicaciones tiene? Y, sobre todo, ¿qué añade el hecho de ser mujer a esa concepción del exilio?
A causa de su posicionamiento político, María Zambrano debe abandonar España después de la victoria de las tropas franquistas, que pone fin a la guerra. A lo largo de su periplo por América y Europa, va a encontrar una definición de exilio que nace de su propia experiencia vital, porque, como ella misma afirma, “[l]a experiencia es desde un ser […], este que soy yo, que voy siendo en virtud de los que veo y padezco y no de lo que razono y pienso” (Los bienaventurados 30). Por tanto, al igual que la filosofía, el exilio también para ella es esencial, constitutivo del ser humano. Dentro de su morfología del exilio, Zambrano distingue entre desterrado, refugiado y exiliado. El primero sería aquel que siente sobre todo la expulsión y “la insalvable distancia y la incierta presencia física del país perdido” (Los bienaventurados 31). El refugiado, por otro lado, es el expulsado que “se ve acogido más o menos amorosamente en un lugar donde se le hace hueco” (Los bienaventurados 31). Sin embargo, en ninguno de los anteriores se da la condición sustancial del exiliado, la sensación de “abandono, de sentirse abandonado” (ib.). El exiliado no tiene lugar en el mundo, no posee un lugar propio porque ha sido desposeído y condenado a errar sin disponer de lugar alguno donde ser, donde actuar. El exiliado no tiene patria ni tiene historia, está fuera de ambas, lo que provoca su mutismo. Llevadot afirma que, en Zambrano, “la voz del exiliado” se ha quedado muda, existe una imposibilidad de hablar. Para que un sujeto pueda hablar, tiene que existir un emplazamiento para su enunciación. El exiliado, sin embargo, carece que ese espacio, no dispone de “lugar en el mundo, ni geográfico, ni social, ni político, ni […] ontológico” (Los bienaventurados 36). A cada destierro, con cada desplazamiento, “el exiliado va muriendo, desposeyéndose, desenraizándose” (Los bienaventurados 37), hasta que finalmente el exiliado se convierte en nada. De este modo, el exiliado sería un desfigurado que ha perdido su lugar y, por ende, su posibilidad de actuar, de estar en el mundo de una forma fértil.
Sin embargo, esta pérdida del lugar es también la que provoca la discontinuidad de su tiempo. Para que un espacio se materialice debe estar inserto en el tiempo, la ausencia de un espacio para el exiliado provoca una falla en el tiempo. Esa ocultación del exiliado, que está fuera de la patria y de la historia, le da el tiempo “que los humanos necesitan para recibir esa revelación, claros que se abren en el bosque de la historia” (“La tumba de Antígona” 215). Por eso, el exilio, que hace mudo al sujeto que lo sufre, es también el espacio donde se produce el descubrimiento de la patria, el sitio que, gracias a esa temporalidad distinta, consigue que el exiliado, cuando su exilio es “logrado”[2], empiece a gestar su palabra. Hay que “hacer un vacío en el tiempo sucesivo para el pensamiento” (Balza 51), porque si pensar es palabra, para poder encontrar la palabra —y, por ende, el pensamiento—, tiene que existir una discontinuidad en una estructura continua, un detenimiento en un movimiento constante. Y esto es precisamente lo que provoca el exilio para Zambrano, esa posibilidad de renacer, la facultad de pasar de sujeto desfigurado a sujeto transfigurado, a lo que Cioran llamaba la “potencialidad absoluta de la vida, de la que nos sacaron la actualidad y los límites inherentes a la individuación” (El libro de las quimeras 145). El exilio, por tanto, constituye para Zambrano una muerte y un renacer, porque el exiliado es quien existe “naciendo y muriendo al mismo tiempo” (“Carta sobre el exilio” 66).
Hasta aquí, esta descripción del exilio no está atravesada aún por la coordenada del género. Sin embargo, ¿cómo leer este exilio desde una perspectiva femenina, desde un lugar de enunciación femenino? La desolación, el desamparo del exiliado, la experiencia del exilio, en definitiva, puede ser radicalmente distinta en cada individuo, pero ¿es relevante el hecho de que el sujeto exiliado sea mujer? En nuestra investigación pretendemos responder afirmativamente a esta última pregunta. De hecho, entendemos que el exilio como ausencia, en términos absolutos, responde al doble desplazamiento al que debieron enfrentarse mujeres como María Zambrano. Podríamos leer su teorización sobre el exilio desde su posición de mujer intelectual, y, aplicando su propia definición, la mujer sería la exiliada de la patria, pero “patria” tanto en su sentido de tierra donde se ha nacido, cuanto en su raíz etimológica, que la vincula al sustantivo pater, de marcado carácter masculino. La exiliada, por tanto, sufre un doble abandono y un aislamiento[3]también doble. A la exiliada se le niega la posibilidad de tener un lugar, por eso la vuelta es del todo imposible, y la única posibilidad implica el renacer. Para que una realidad se haga presente, debe primero descender a las catacumbas, debe haber ocupado un lugar en el olvido, en el pasado; para renacer y entrar en “una nueva vida”. Para que Zambrano pudiera alumbrar el exilio, fue necesaria su experiencia de exiliada, su bajada órfica a las tinieblas, a la oscuridad, porque, como afirmó en “Las catacumbas” (1943),“nadie entra en la nueva vida sin pasar por una noche oscura, sin descender a los infiernos, según reza el viejo mito, sin haber habitado alguna sepultura” (91). El exilio para Zambrano es cualidad esencial, constitutiva, del ser humano porque, aunque ella nunca lo dijera explícitamente, antes, durante y después de su exilio geográfico, en su condición de mujer ya era esencialmente una exiliada, una persona expulsada de la primera línea de la cultura. Ella, junto con el resto de sus compañeras de generación, formaban un grupo intelectual subsidiario, secundario con respecto a la primera fila de varones intelectuales. Como Antígona, fueron enmuradas, pero ese muro estaba construido con las piedras que recibieron, tal y como lo anunciara Concha Méndez.
[2]Para Zambrano, el último estadio del exilio es el “exilio logrado”, que representa el momento en que al exiliado se le aparece la patria de nuevo, cuando ya habíadejado de buscarla, aunque no la pueda definir, casi ni reconocer. Y será precisamente esa reaparición la que lo devuelva a la historia.
[3]Para Zambrano, la isla es el lugar propio del exiliado. Como carece de lugar construye la isla allí donde está, como espacio en el que existir, pero la isla implica siempre a-isla-miento.