En las memorias que armó su nieta, Concha Méndez recuerda cómo, durante una discusión con su madre cuando la vio salir a la calle con la cabeza descubierta, le advirtió que le tirarían piedras por no llevar sombrero, a lo que la hija respondió: “Me mandaré construir un monumento con ellas”. Este comentario, que a priori pudiera parecer frívolo e impulsivo, propio de una joven rebelde, encerraba todo un proyecto vital que Concha Méndez transformaría en poesía.
A pesar de haber sido una de las poetas más silenciadas de su generación[1], y en contra de lo que afirmara Ciplijauskaite sobre su renuncia a “lucir en las candilejas” (126) tras casarse, la oración con la que Méndez contestó a su madre fue toda una declaración de intenciones que se puede rastrear a lo largo y ancho de su poesía y su teatro. Construirse un monumento implica, por un lado, convertirse en agente, hacer, actuar, y, por otro, constatar el deseo de permanecer en la memoria colectiva, de conseguir multiplicar en el tiempo la propia existencia.
Las primeras piedras que transformó las recibió de su propia condición de mujer, pues le negaron una formación académica superior y buscó la manera de aprender a escondidas[2]. Rodeada de intelectuales —Luis Buñuel, Rafael Alberti, Federico García Lorca, Maruja Mallo, Valle-Inclán…—, fue esculpiendo su escritura, puliendo sus versos. Pero para poder escribir era necesaria la bajada a las catacumbas de la que hablaba Zambrano, que en Concha Méndez consistió en matar a la mujer convencional que su familia y la sociedad pretendían que fuera. Concha Méndez creció como un sujeto desfigurado, pues le arrebataron su posibilidad de actuar, de generar sentido. En su poema “Insomnio”(1932) se queja de “¡[q]ué angustiosa cárcel ésta / de hierro por todas partes, / con las ventanas al mundo, / a las sombras, a la nada”. Sin embargo, convirtió su aislamiento en la “potencialidad absoluta de la vida” (El libro de las quimeras 145), que diría Cioran, y fue capaz de conservar su ser. Ante la desfiguración que la sociedad y, sobre todo, su familia le impusieron, venció el aislamiento y renació como sujeto transfigurado, como ser creador, como poeta de El banquete platónico donde la ποίησις se concibe como causa capaz de transformar al no-ser en ser.
Este primer desplazamiento, este primer renacer se produce en ella antes del exilio, que no comenzará en sus memorias hasta la página 111 con la oración: “[n]uestro exilio empezó en París”[3]. Su exilio comienza siendo colectivo, “nuestro”, con su hija, con Manuel Altolaguirre, con los poetas republicanos, pero pronto se convierte en aislamiento, porque la escritora Concha Méndez, en México, siente que está perdiendo su identidad, sufre “la indiferencia del exterior” (Ulacia Altolaguirre 20) tanto hacia su obra poética como hacia ella misma. Se sabe banalizada, atractiva solo “como una portavoz de la vida de los otros” (ib.), de los escritores e intelectuales que conoció, porque, como cuenta su nieta, “en México, no pudo encajar, ni en los medios literarios ni en el grupo social de los refugiados” (14). Y ese aislamiento, la soledad, asomará constantemente en sus escritos, sobre todo en El solitario (1941), misterio en un acto, prologado por María Zambrano. Pero la propia escritura desde el aislamiento constituirá su antídoto, pues, como escribiría Zambrano en ese prólogo, “somos uno, estamos solos, en el más secreto rincón de nuestro olvido, y al acordarnos, al salir a la faz del mundo nuestra unidad se quiebra y enmaraña y la soledad se hace imposible. No somos uno, sino muchos, que luchan y se desmienten” (11). Concha Méndez, a través de la escritura, del acto creador, de la ποίησις, vuelve a renacer en el exilio, a enfrentarse al tiempo, porque el tiempo es olvido, y a través de su acto creador confiesa en Poemas. Sombras y sueños (1944): “Quiero ser, renacer, mientras que aliente, / crear y recrear, y recrearme, / y dejar una estela de mi vida / que no pueda acabarse con mi sangre”. De nuevo se rebela contra el silencio y, con Rosalía de Castro en el horizonte[4], comienza a redibujar su identidad, a transfigurar su desfiguración, porque “no se resigna a que se cierre la ‘herida mantenida por su contínua corriente’; que no se resigna a que el tiempo no sea también, salvado de su propia destrucción: ‘Que nada hay tan insistente — como tú, Tiempo suicida’” (Zambrano 15).
La experiencia del exilio en Concha Méndez constituye la materialización de la concepción zambraniana del exiliado como abandonado, como sujeto sin patria ni historia que parece condenado al mutismo, habitando en un estar fuera del mundo que implica la discontinuidad del tiempo. Y el vacío que provoca esa discontinuidad, que en Méndez es aislamiento[5], permite la posibilidad del renacimiento, el paso de sujeto desfigurado a sujeto transfigurado.
Yo soy la vida en lucha
de cada hora y de cada paso.
Yo soy la fuerza de mí misma,
la antena receptora del milagro.
Yo soy la vida sin remedio.
Mi muerte no será sino un colapso;
porque después de muerta seguiré viviendo,
nadie sabe hasta dónde ni hasta cuándo.
(Concha Méndez, “25”, en Niño y sombras, 1936)
[1] Gerardo Diego no la incluyó en la segunda edición de su antología, aunque sí añadió a Ernestina de Champourcín y a Josefina de la Torre. Tampoco aparecerá en el estudio sobre las silenciadas españolas que Antonina Rodrigo publicó en 1989.
[2] Cuenta en Memorias habladas, memorias armadas que un día al volver a casa después de haber acudido como oyente a un curso del literatura geográfica de la universidad recibió un golpe de su madre que le abrió la sien. “Ya era mayor de edad y pisar la universidad era imposible” (45).
[3] Antes del exilio, Concha Méndez, aventurera nata obsesionada con los mapas y la geografía desde su más tierna edad, viajó por Inglaterra, primero, y Argentina, después, pero queda patente en sus memorias que existe una gran diferencia entre esos primeros desplazamientos y la posterior odisea como exiliada hasta llegar a México, donde se asentaría.
[4] Concha Méndez sintió una profunda admiración por Rosalía de Castro, y encontró en la poeta gallega un espejo en el que mirarse, pues múltiples hilos las unían: condición de mujeres en un mundo de hombres, el saberse ninguneadas, el exilio como esencia en ambas, la necesidad de crear, de escribir. Esta vinculación la explicó en Poemas. Sombras y sueños.
[5] Si el tiempo es una categoría relativa, el aislamiento anularía el tiempo, pues lo relativo, por definición, necesita de algo o alguien para relacionarse.
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