María Teresa León: el monumento de las palabras

De entre las escritoras que formaron parte de la nómina de intelectuales exiliados tras la guerra civil española, María Teresa León es, con seguridad, la que más activamente había participado en la defensa de la República y, una vez iniciado el conflicto armado, en la defensa de los ideales republicanos. Este activismo la convirtió en una mujer consciente del poder de la palabra, y de la necesidad de mantener viva la memoria de aquellos y, sobre todo, aquellas, que corrían el riesgo de ser eliminados de la historia. No en vano, Torres Nebrera, en Los espacios de la memoria (La obra literaria de María Teresa León), la define como “[u]na mujer en quien la palabra portadora de acción, del recuerdo, del coraje, de la ternura, de la denuncia, de la justicia fue todo” (59).

Ya vimos que María Zambrano consideraba el exilio como accidente que coloca al sujeto en un espacio ausente y en un tiempo discontinuo. Y es esa discontinuidad la que permite al exiliado gestar su palabra, después del mutismo al que se ve sometido como sujeto desfigurado, fuera de la historia. Pero la palabra no solo son letras para María Teresa León. Para ella, la palabra es memoria, es monumento, es la posibilidad de rescatar del olvido. Como dijo Óscar Esquivias, para María Teresa León “la literatura era una forma de salvar la memoria y de vivir con plenitud”. Para ella, en definitiva, la palabra es la que convierte lo que ha pasado en argumento que está “siempre pasando, sin acabar de pasar” (Zambrano “Las ruinas” 247), es decir, la que hace posible que los acontecimientos que constituyen la memoria no se pierdan, ni concluyan del todo, porque para ella “no hay espacio vivido o soñado que no tenga la palabra que lo vuelva a edificar, a lograrlo redivivo” (Torres Nebrera 16).

En su caso, las palabras son el material con el que construir un monumento. Y como signo del pasado, el monumento es “todo lo que puede hacer volver al pasado, perpetuar el recuerdo” (Le Goff 227). María Teresa León, a través de sus textos, de sus palabras, edifica la memoria, y tiene la intención de construir un espacio para todos los que se han quedado sin tierra[1]. Sabe que las palabras son poderosas y por eso, desde Memoria de la melancolía, insta a todos los desterrados y a todos los “jóvenes sin éxodo” a contar: “contad, contad lo que nunca dijeron los periódicos, decid vuestras angustias y lo horrorosa que fue la suerte que os echaron encima. Que recuerden los que olvidaron” (404). Pero su monumento ha de revertir la historia oficial, la que ha hecho que su patria ya no sea reconocible, ni ella reconocible para su patria. Y como Odiseo de vuelta en Ítaca, la anagnórisis no es inmediata. Su paraíso perdido, su patria lejana, es

[u]n paraíso de casas rotas y techos desplomados. Un paraíso de calles deshechas, de muertos sin enterrar. Un paraíso de muros derruidos, de torres caídas y campos devastados (…). Nada tenemos que ver nosotros con las imágenes que nos muestran de España ni el cuento nuevo que nos cuentan. Podéis quedaros con todo lo que pusisteis encima. Nosotros somos los desterrados de España, los que buscamos la sombra, la silueta, el ruido de los pasos del silencio, las voces perdidas. (…) Dejadnos las ruinas, Debemos comenzar desde las ruinas. (…) Nuestro paraíso, el que defendimos, está debajo de las apariencias actuales. (98)

Por tanto, como proponía Zambrano, las ruinas “nos ofrecen la imagen de nuestra secreta esperanza”, y servirán de soporte, de “supervivencia, no ya de lo que fue, sino de lo que no alcanzó a ser” (251). Sobre las ruinas que la guerra dejó, ella propone reconstruir la esperanza, el paraíso perdido. A través de la escritura, del recuerdo, de la memoria, de la palabra, las ruinas no son un resto del pasado, sino el germen del futuro.

Aquí radica el renacer que propone María Teresa León, su manera de transfigurarse, de conseguir el desplazamiento desde la impotencia del exiliado desfigurado a la potencialidad absoluta del transfigurado. En su obra de teatro La historia de mi corazónla muerte se presenta, según Morelli, como rebelión ante la “expresión auténtica de la vida” (18). Y creemos que esa muerte literaria en el texto, representa la muerte metafórica en el exilio, que hace capaz que María Teresa pase de la posición de representar o sufrir a la potencia de crear, de escribir. En ese mismo texto, el director de la compañía de actores dice: “los que hacen las locuras, se llaman hombres. Los que las escriben, autores, los que las representamos, cómicos” (163). En el caso de María Teresa León, como defensora de la república, se encargó de hacer locuras; cuando comenzó el exilio, como mujer desterrada, se vio obligada a representar el papel que los vencedores escribieron para ella; pero ya desde el exilio fue capaz de revertir el curso de su historia, y se erigió en autora, en sujeto capaz de escribir. Y, gracias a la escritura, de edificar su memoria a través del monumento de sus palabras.

Pero toda esta potencia de la palabra, todo el télosde su literatura, no solo recoge el desplazamiento del destierro, del exilio, sino que también engloba el desplazamiento de género. A través de su literatura, a las mujeres sin espacio también se les construye un sitio, y ocupan un lugar preeminente en la memoria. Por eso, con sus palabras, también edifica monumentos para personajes como doña Jimena Díaz de Vivar, a quien quiere “hacer justicia de una vez a la figura eclipsada por la de su esposo” (Ferris 327), o a la Clara de su La historia del corazón, que se niega a aceptar la situación que le han impuesto y brinda antes de morir “por las pocas mujeres que se atreven a contar su historia” (179).

[1]Como exiliada, es consciente de la necesidad de tener un espacio —de hecho, uno de sus cuentos escritos en el exilio y recogidos en Morirás lejosse titula “Se está bien en el mundo cuando hay tierra para andar” —, por eso, cuando el destierro aparta al exiliado de su tierra, es la palabra la que tiene la posibilidad de crear ese espacio perdido.

Concha Méndez: “me haré construir un monumento”

En las memorias que armó su nieta, Concha Méndez recuerda cómo, durante una discusión con su madre cuando la vio salir a la calle con la cabeza descubierta, le advirtió que le tirarían piedras por no llevar sombrero, a lo que la hija respondió: “Me mandaré construir un monumento con ellas”. Este comentario, que a priori pudiera parecer frívolo e impulsivo, propio de una joven rebelde, encerraba todo un proyecto vital que Concha Méndez transformaría en poesía.

A pesar de haber sido una de las poetas más silenciadas de su generación[1], y en contra de lo que afirmara Ciplijauskaite sobre su renuncia a “lucir en las candilejas” (126) tras casarse, la oración con la que Méndez contestó a su madre fue toda una declaración de intenciones que se puede rastrear a lo largo y ancho de su poesía y su teatro. Construirse un monumento implica, por un lado, convertirse en agente, hacer, actuar, y, por otro, constatar el deseo de permanecer en la memoria colectiva, de conseguir multiplicar en el tiempo la propia existencia.

Las primeras piedras que transformó las recibió de su propia condición de mujer, pues le negaron una formación académica superior y buscó la manera de aprender a escondidas[2]. Rodeada de intelectuales —Luis Buñuel, Rafael Alberti, Federico García Lorca, Maruja Mallo, Valle-Inclán…—, fue esculpiendo su escritura, puliendo sus versos. Pero para poder escribir era necesaria la bajada a las catacumbas de la que hablaba Zambrano, que en Concha Méndez consistió en matar a la mujer convencional que su familia y la sociedad pretendían que fuera. Concha Méndez creció como un sujeto desfigurado, pues le arrebataron su posibilidad de actuar, de generar sentido. En su poema “Insomnio”(1932) se queja de “¡[q]ué angustiosa cárcel ésta / de hierro por todas partes, / con las ventanas al mundo, / a las sombras, a la nada”. Sin embargo, convirtió su aislamiento en la “potencialidad absoluta de la vida” (El libro de las quimeras 145), que diría Cioran, y fue capaz de conservar su ser. Ante la desfiguración que la sociedad y, sobre todo, su familia le impusieron, venció el aislamiento y renació como sujeto transfigurado, como ser creador, como poeta de El banquete platónico donde la ποίησις se concibe como causa capaz de transformar al no-ser en ser.

Este primer desplazamiento, este primer renacer se produce en ella antes del exilio, que no comenzará en sus memorias hasta la página 111 con la oración: “[n]uestro exilio empezó en París”[3]. Su exilio comienza siendo colectivo, “nuestro”, con su hija, con Manuel Altolaguirre, con los poetas republicanos, pero pronto se convierte en aislamiento, porque la escritora Concha Méndez, en México, siente que está perdiendo su identidad, sufre “la indiferencia del exterior” (Ulacia Altolaguirre 20) tanto hacia su obra poética como hacia ella misma. Se sabe banalizada, atractiva solo “como una portavoz de la vida de los otros” (ib.), de los escritores e intelectuales que conoció, porque, como cuenta su nieta, “en México, no pudo encajar, ni en los medios literarios ni en el grupo social de los refugiados” (14). Y ese aislamiento, la soledad, asomará constantemente en sus escritos, sobre todo en El solitario (1941), misterio en un acto, prologado por María Zambrano. Pero la propia escritura desde el aislamiento constituirá su antídoto, pues, como escribiría Zambrano en ese prólogo, “somos uno, estamos solos, en el más secreto rincón de nuestro olvido, y al acordarnos, al salir a la faz del mundo nuestra unidad se quiebra y enmaraña y la soledad se hace imposible. No somos uno, sino muchos, que luchan y se desmienten” (11). Concha Méndez, a través de la escritura, del acto creador, de la ποίησις, vuelve a renacer en el exilio, a enfrentarse al tiempo, porque el tiempo es olvido, y a través de su acto creador confiesa en Poemas. Sombras y sueños (1944): “Quiero ser, renacer, mientras que aliente, / crear y recrear, y recrearme, / y dejar una estela de mi vida / que no pueda acabarse con mi sangre”. De nuevo se rebela contra el silencio y, con Rosalía de Castro en el horizonte[4], comienza a redibujar su identidad, a transfigurar su desfiguración, porque “no se resigna a que se cierre la ‘herida mantenida por su contínua corriente’; que no se resigna a que el tiempo no sea también, salvado de su propia destrucción: ‘Que nada hay tan insistente — como tú, Tiempo suicida’” (Zambrano 15).

La experiencia del exilio en Concha Méndez constituye la materialización de la concepción zambraniana del exiliado como abandonado, como sujeto sin patria ni historia que parece condenado al mutismo, habitando en un estar fuera del mundo que implica la discontinuidad del tiempo. Y el vacío que provoca esa discontinuidad, que en Méndez es aislamiento[5], permite la posibilidad del renacimiento, el paso de sujeto desfigurado a sujeto transfigurado.

Yo soy la vida en lucha

de cada hora y de cada paso.

Yo soy la fuerza de mí misma,

la antena receptora del milagro.

Yo soy la vida sin remedio.

Mi muerte no será sino un colapso;

porque después de muerta seguiré viviendo,

nadie sabe hasta dónde ni hasta cuándo.

                                                          (Concha Méndez, “25”, en Niño y sombras, 1936)

[1] Gerardo Diego no la incluyó en la segunda edición de su antología, aunque sí añadió a Ernestina de Champourcín y a Josefina de la Torre. Tampoco aparecerá en el estudio sobre las silenciadas españolas que Antonina Rodrigo publicó en 1989.

[2] Cuenta en Memorias habladas, memorias armadas que un día al volver a casa después de haber acudido como oyente a un curso del literatura geográfica de la universidad recibió un golpe de su madre que le abrió la sien. “Ya era mayor de edad y pisar la universidad era imposible” (45).

[3] Antes del exilio, Concha Méndez, aventurera nata obsesionada con los mapas y la geografía desde su más tierna edad, viajó por Inglaterra, primero, y Argentina, después, pero queda patente en sus memorias que existe una gran diferencia entre esos primeros desplazamientos y la posterior odisea como exiliada hasta llegar a México, donde se asentaría.

[4] Concha Méndez sintió una profunda admiración por Rosalía de Castro, y encontró en la poeta gallega un espejo en el que mirarse, pues múltiples hilos las unían: condición de mujeres en un mundo de hombres, el saberse ninguneadas, el exilio como esencia en ambas, la necesidad de crear, de escribir. Esta vinculación la explicó en Poemas. Sombras y sueños.

[5] Si el tiempo es una categoría relativa, el aislamiento anularía el tiempo, pues lo relativo, por definición, necesita de algo o alguien para relacionarse.

María Zambrano: renacer en el exilio

Entre las intelectuales que abandonaron el país a causa de la guerra civil española, probablemente María Zambrano es la que más ha teorizado acerca del exilio y la figura del exiliado. Desde que saliera de España el 28 de enero de 1939, su vida y su obra estuvieron atravesadas por su situación de exiliada. No en vano, cuando en 1984 regresó al país que había abandonado 45 años antes, reconoció que “[e]l exilio ha sido como mi patria, como una dimensión de una patria desconocida, pero que una vez que se conoce, es irrenunciable”[1]. Pero, ¿qué es para Zambrano el exilio? ¿qué implicaciones tiene? Y, sobre todo, ¿qué añade el hecho de ser mujer a esa concepción del exilio?

A causa de su posicionamiento político, María Zambrano debe abandonar España después de la victoria de las tropas franquistas, que pone fin a la guerra. A lo largo de su periplo por América y Europa, va a encontrar una definición de exilio que nace de su propia experiencia vital, porque, como ella misma afirma, “[l]a experiencia es desde un ser […], este que soy yo, que voy siendo en virtud de los que veo y padezco y no de lo que razono y pienso” (Los bienaventurados 30). Por tanto, al igual que la filosofía, el exilio también para ella es esencial, constitutivo del ser humano. Dentro de su morfología del exilio, Zambrano distingue entre desterrado, refugiado y exiliado. El primero sería aquel que siente sobre todo la expulsión y “la insalvable distancia y la incierta presencia física del país perdido” (Los bienaventurados 31). El refugiado, por otro lado, es el expulsado que “se ve acogido más o menos amorosamente en un lugar donde se le hace hueco” (Los bienaventurados 31). Sin embargo, en ninguno de los anteriores se da la condición sustancial del exiliado, la sensación de “abandono, de sentirse abandonado” (ib.). El exiliado no tiene lugar en el mundo, no posee un lugar propio porque ha sido desposeído y condenado a errar sin disponer de lugar alguno donde ser, donde actuar. El exiliado no tiene patria ni tiene historia, está fuera de ambas, lo que provoca su mutismo. Llevadot afirma que, en Zambrano, “la voz del exiliado” se ha quedado muda, existe una imposibilidad de hablar. Para que un sujeto pueda hablar, tiene que existir un emplazamiento para su enunciación. El exiliado, sin embargo, carece que ese espacio, no dispone de “lugar en el mundo, ni geográfico, ni social, ni político, ni […] ontológico” (Los bienaventurados 36). A cada destierro, con cada desplazamiento, “el exiliado va muriendo, desposeyéndose, desenraizándose” (Los bienaventurados 37), hasta que finalmente el exiliado se convierte en nada. De este modo, el exiliado sería un desfigurado que ha perdido su lugar y, por ende, su posibilidad de actuar, de estar en el mundo de una forma fértil.

Sin embargo, esta pérdida del lugar es también la que provoca la discontinuidad de su tiempo. Para que un espacio se materialice debe estar inserto en el tiempo, la ausencia de un espacio para el exiliado provoca una falla en el tiempo. Esa ocultación del exiliado, que está fuera de la patria y de la historia, le da el tiempo “que los humanos necesitan para recibir esa revelación, claros que se abren en el bosque de la historia” (“La tumba de Antígona” 215). Por eso, el exilio, que hace mudo al sujeto que lo sufre, es también el espacio donde se produce el descubrimiento de la patria, el sitio que, gracias a esa temporalidad distinta, consigue que el exiliado, cuando su exilio es “logrado”[2], empiece a gestar su palabra. Hay que “hacer un vacío en el tiempo sucesivo para el pensamiento” (Balza 51), porque si pensar es palabra, para poder encontrar la palabra —y, por ende, el pensamiento—, tiene que existir una discontinuidad en una estructura continua, un detenimiento en un movimiento constante. Y esto es precisamente lo que provoca el exilio para Zambrano, esa posibilidad de renacer, la facultad de pasar de sujeto desfigurado a sujeto transfigurado, a lo que Cioran llamaba la “potencialidad absoluta de la vida, de la que nos sacaron la actualidad y los límites inherentes a la individuación” (El libro de las quimeras 145). El exilio, por tanto, constituye para Zambrano una muerte y un renacer, porque el exiliado es quien existe “naciendo y muriendo al mismo tiempo” (“Carta sobre el exilio” 66).

Hasta aquí, esta descripción del exilio no está atravesada aún por la coordenada del género. Sin embargo, ¿cómo leer este exilio desde una perspectiva femenina, desde un lugar de enunciación femenino? La desolación, el desamparo del exiliado, la experiencia del exilio, en definitiva, puede ser radicalmente distinta en cada individuo, pero ¿es relevante el hecho de que el sujeto exiliado sea mujer? En nuestra investigación pretendemos responder afirmativamente a esta última pregunta. De hecho, entendemos que el exilio como ausencia, en términos absolutos, responde al doble desplazamiento al que debieron enfrentarse mujeres como María Zambrano. Podríamos leer su teorización sobre el exilio desde su posición de mujer intelectual, y, aplicando su propia definición, la mujer sería la exiliada de la patria, pero “patria” tanto en su sentido de tierra donde se ha nacido, cuanto en su raíz etimológica, que la vincula al sustantivo pater, de marcado carácter masculino. La exiliada, por tanto, sufre un doble abandono y un aislamiento[3]también doble. A la exiliada se le niega la posibilidad de tener un lugar, por eso la vuelta es del todo imposible, y la única posibilidad implica el renacer. Para que una realidad se haga presente, debe primero descender a las catacumbas, debe haber ocupado un lugar en el olvido, en el pasado; para renacer y entrar en “una nueva vida”. Para que Zambrano pudiera alumbrar el exilio, fue necesaria su experiencia de exiliada, su bajada órfica a las tinieblas, a la oscuridad, porque, como afirmó en “Las catacumbas” (1943),“nadie entra en la nueva vida sin pasar por una noche oscura, sin descender a los infiernos, según reza el viejo mito, sin haber habitado alguna sepultura” (91). El exilio para Zambrano es cualidad esencial, constitutiva, del ser humano porque, aunque ella nunca lo dijera explícitamente, antes, durante y después de su exilio geográfico, en su condición de mujer ya era esencialmente una exiliada, una persona expulsada de la primera línea de la cultura. Ella, junto con el resto de sus compañeras de generación, formaban un grupo intelectual subsidiario, secundario con respecto a la primera fila de varones intelectuales. Como Antígona, fueron enmuradas, pero ese muro estaba construido con las piedras que recibieron, tal y como lo anunciara Concha Méndez.

[1]“Amo mi exilio”, p. 14.

[2]Para Zambrano, el último estadio del exilio es el “exilio logrado”, que representa el momento en que al exiliado se le aparece la patria de nuevo, cuando ya habíadejado de buscarla, aunque no la pueda definir, casi ni reconocer. Y será precisamente esa reaparición la que lo devuelva a la historia.

[3]Para Zambrano, la isla es el lugar propio del exiliado. Como carece de lugar construye la isla allí donde está, como espacio en el que existir, pero la isla implica siempre a-isla-miento.

Doble desplazamiento: en busca de un lugar geográfico y de un lugar en la historia

Cuenta E. Cioran que, a finales de los años 50 en el Café de Flore de París, se encontró con María Zambrano y, durante la conversación, nació su libro Historia y Utopía, a partir de un comentario sobre la utopía que, de pasada, había hecho ella, sin insistencia. Sin embargo, no son solo la utopía y la ruptura de la idea de historia como progreso lo que ambos tienen en común, sino que comparten, además, una particular concepción del tiempo, que hunde sus raíces en el renacer, en el morir como télos para poder volver a surgir. Quizá es por su condición de exiliados, quizá a causa de que ambos son hijos de un siglo donde ocurrió lo impensable, pero lo cierto es que proponen la muerte como sueño que permite a los sujetos ser, existir de nuevo. En ellos el tiempo se concibe como engendrador y destructor a la vez. Pero el engendrar y destruir a la vez implica una muerte y un renacimiento que nunca serán repetición exacta de la vida anterior, sino nueva posibilidad, o, mejor, nueva pluralidad de posibilidades.

El renacer en este contexto se podría entender como desplazamiento, como una redefinición del ser, como la necesidad de vaciar una realidad concreta para poder llenarla de nuevo. Desde la perspectiva de la mujer intelectual, republicana y española de principios del pasado siglo, existen varios renacimientos, varios desplazamientos que deben efectuarse para que esa mujer pueda ser. El primer desplazamiento es consecuencia directa de las dos primeras palabras del sintagma, mujer intelectual. En la historia de la literatura, el arte, la filosofía, etc., la mujer ha ocupado generalmente la posición de “objeto”, esto es, de ente pasivo del que se dice algo. Por lo tanto, el primer movimiento que ha de darse es un desplazamiento que podríamos llamar ontológico, porque supone el paso de objeto a sujeto, es decir, de realidad pasiva, muda, quieta a ser enunciador, activo, dinámico. Pero existe otro desplazamiento inexcusable, y es el que deriva de la última parte del sintagma, republicana y española. Tras la guerra civil en España, la única salida para poder mantener su ser de mujer intelectual republicana española, será dejar de situarse en España, esto es, el exilio, el desplazamiento geográfico a unas coordenadas distintas de la propia patria.

Este doble desplazamiento que se impone implica la desaparición de unas condiciones previas, la creación de un vacío, de una muerte que posibilitará el renacer, el existir de nuevo sin la renuncia a lo que en realidad se es. En este sentido, esta mujer de la que hablamos, por su cualidad de mujer, de intelectual, de republicana y de española, se podría definir como sujeto desacoplado, usando el término del filósofo español J. Claramonte, o desfigurado, en palabras de E. Cioran. Estos sujetos surgen en el momento en que les han arrebatado “la posibilidad misma de ser capaces de generar sentido”, producto de una quiebra en el repertorio cultural que implica que “lo que falta nos impide imaginar lo que queda como un conjunto coherente y dador de sentido” (Claramonte). Los sujetos desacoplados o desfigurados están fuera del mundo, sumergidos en el devenir de la historia, de la cultura, sin posibilidad de actuar, de habitar el mundo de una forma fértil.

Si atendemos a esta definición, la mujer intelectual representa esta idea de sujeto desacoplado, desfigurado, desde el momento en que se la mantiene separada de los medios de producción y es desposeída de su repertorio, pues como mujer no tiene acceso a la totalidad del conocimiento, se impone una distancia entre ella y la cultura. Sin embargo, esta situación de sujeto desfigurado puede ser superada si, desde la desfiguración, elige una muerte, en sentido metafórico, esto es, el sueño colectivo que le permita volver a ser lo que es y lo que no ha renunciado nunca a ser. Este proceso la convertiría en sujeto transfigurado. En palabras de Cioran este proceso consistiría en

bajar por la escalera de nuestro espíritu, permaneciendo en nosotros, venciendo el aislamiento de nuestro semblante-figura, trans-figurándo-nos hacia nuestros inicios. Volvemos adonde no hemos sido, pero donde todo ha existido, a la potencialidad absoluta de la vida, de la que nos sacaron la actualidad y los límites inherentes a la individuación. (El libro de las quimeras 144-145)

 

En el caso de las autoras que forman parte de esta investigación, este desplazamiento hacia donde “no [han] sido, pero donde todo ha existido” se produce en la España republicana, que les dio la posibilidad de acceder a una formación académica y de compartir maestros con sus contemporáneos masculinos. Pudieron acceder a la “potencialidad” de ser intelectuales y artistas a pesar de[1]ser mujeres. Este primer desplazamiento, para ellas, se materializó en el cambio de dirección que dieron a sus vidas, despreciando el camino que a priori se esperaba para ellas, quitándose el sombrero, desembarazándose de los corsés a los que estaban sometidas y renunciando a ser consideradas únicamente como esposas y madres.

Pero cuando la transfiguración se había producido, el exilio las convierte de nuevo en sujetos desacoplados, esta vez de modo geográfico, puesto que dejar su país supondrá una nueva desposesión que superar. En algunas de la intelectuales españolas exiliadas tras la guerra civil, será el exilio, además, el que las haga verbalizar de manera consciente ese renacer, que sobrevuela las obras de María Zambrano, Concha Méndez, Rosa Chacel o Ernestina de Champourcín. Y de nuevo, como el exilio interior que nació de su condición de mujeres como “ser reprimido, silenciado, e invisible” ( Bellver 55), salvarán la desfiguración a través de la creación, de la resistencia a renunciar a lo que son.

[1]A pesar de ser mujeres porque la igualdad, aunque estaba siendo considerada políticamente, no era moneda de cambio en la sociedad española, y todas, sin excepción, debieron lidiar con las barreras familiares y sociales, con el desprecio de algunos varones intelectuales, incluso el de algunos de sus maestros y amigos.

Concha de Albornoz: desterrada y descorporeizada.

Tratar de saber quién fue Concha de Albornoz se revela como tarea más propia de detectives que de investigadores. Rastrear las huellas de una intelectual sin textos supone imaginar nuevos modos de conocer que van más allá de la “literatura” strictu sensu, por lo que hay que buscar hechos, testimonios, para poder reconstruirla. Y no es que se trate de una escapista, sino que el tiempo parece haber escondido su rastro. No hay constancia de que ella quisiera borrar las marcas de su existencia, pero tampoco de que quisiera, de manera consciente, dejar su impronta en la historia.

No fueron pocos los intelectuales que la tuvieron en cuenta de una u otra manera en sus obras: en ella está inspirado el personaje de Magda en la novela Tobeyo o del amor, de Juan Gil-Albert; a ella le dedica Máximo J. Kahn su libro Apocalipsis Hispánica; a ella están dedicados algunos de los poemas de Miguel Hernández, Lezama Lima y Concha Méndez; y será nombre recurrente en las cartas de Luis Cernuda, Rosa Chacel, Ramón Gaya, María Zambrano… Está claro que formó parte activa del grupo de intelectuales que, durante su juventud, experimentaron la Segunda República española y que, después de estallar la guerra civil, sufrieron el exilio. Y si unimos todas las piezas de ese amplio y desordenado rompecabezas, podremos reconstruir quién fue Concha de Albornoz y qué papel desempeñó en la historia de la intelectualidad española de la primera mitad del siglo XX.

Hija de Álvaro de Albornoz, escritor y uno de los políticos más importantes de la Segunda República en España, fue compañera de estudios de Rosa Chacel en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, y se educó en la Institución Libre de Enseñanza. En Madrid, figuró como una de las integrantes de los círculos intelectuales de Madrid, junto con Rosa Chacel, Ernestina de Champourcin, Mª Teresa León, Maruja Mallo, Concha Méndez, María Zambrano, Pilar de Zubiaurre… Por lo tanto, podemos suponer que, al igual que el resto de los escritores y artistas de su generación, encontró en el filósofo José Ortega y Gasset a un maestro. A causa de la guerra civil, en la disyuntiva entre quedarse en España u optar por el exilio, escogió el segundo. A partir de ese momento, formaría parte de la red de intelectuales españoles transterrados. A pesar de algunas visitas fugaces, nunca volvió a establecer su residencia en España, quizá porque, como le confesaría a Rosa Chacel en una de sus cartas, nunca sintió la necesidad de regresar, pues la España que ella vivió no la iba a encontrar después y, además, esa España formaba parte activa de su memoria. Estando en México escribió: “reo que en el fondo, sigo en la Plaza del Progreso y en el Paseo de la Castellana, sin dejar de estar aquí al mismo tiempo. Pero no hay superposición ni revoltijo en mis recuerdos” (107).

Gil-Albert en Viscontiniana la describió como una “lectora incansable y de certero juicio” (25), “era una acompañante excepcional, penetraba a las gentes y las valoraba por sus características […]. Aparte de esto, escuchaba, sabía escuchar, le interesaba oír al otro, propio o ajeno” (Gil-Albert Memorabilia 284). Durante toda su vida, además de dar clase, ejerció de patrocinadora de muchos de sus amigos. Ella fue la que ayudó a Miguel Hernández a entrar en los círculos literarios a su llegada a Madrid; la que buscó un escondite para Giménez Caballero en los primeros días de la guerra civil; la que empujaría a Luis Cernuda a viajar a París, con ella, y, años después, le conseguiría un trabajo como profesor en el Mount Holyoke College de Massachusetts; o la que instó a Rosa Chacel a que solicitara la beca Guggenheim que le permitió trabajar en Nueva York durante dos años.

Concha de Albornoz y el exilio: desterrada

La guerra civil provocó una ruptura en los intelectuales de su generación. Unos se embarcaron en el exilio, otros permanecieron en España. Para Concha de Albornoz estas dos opciones clasificaron a los españoles en dos grupos: desterrados y desalmados. “El que quiere salvar el alma, tiene que estar dispuesto a abandonar la tierra, por eso, hoy existen los desterrados y los desalmados”[1]. Máximo J. Kahn afirma que la primera exigencia del “instinto español” es “la salvación de la esencia humana” (51), que es más bien la supervivencia de su propio ser. Por tanto, tras el conflicto de 1936, los intelectuales que querían seguir siéndolo, aquellos que no estaban dispuestos a claudicar ante el retroceso que supuso la victoria del bando nacional, prefirieron abandonar su tierra en lugar de ceder su alma, su ser. Concha de Albornoz y su grupo de amigos escogieron el destierro que, al principio, creyeron que sería “un paréntesis, una sala de espera” (Gil-Albert Memorabilia285), pero que más tarde se revelaría más prolongado que efímero.

“[C]omo españolísima que era”, tuvo que convertirse en “emigrada forzosa” (Gil-Albert Viscontiniana40) porque esa era la única posibilidad que tuvo de conservar su ser, su autenticidad. Y es que, aun desterrada, al igual que Rosa Chacel o María Zambrano, “Concha representa, donde esté, lo español; no por esto o por aquello, sino, simplemente, por el modo de ser y de estar” (Gil-Albert Memorabilia285). Su labor como intelectual, como promotora de sus amigos y como “lectora incansable” solo podía subsistir en un país distinto al suyo, que con la guerra había retrocedido varios siglos.

Concha de Albornoz y el feminismo: descorporeizada

Pero si su exilio la convierte en una desterrada para quien mantener su alma, su esencia, es más importante que permanecer en su patria, su feminismo hará de ella una mujer descorporeizada.

Si nos acercamos a la literatura sobre mujeres intelectuales de siglos anteriores, podremos comprobar fácilmente que uno de los principales reproches que se les hacía era que parecían varoniles. No en vano, algunas de ellas se vieron obligadas incluso a disfrazarse de hombres para poder acceder a las universidades o bibliotecas, o a firmar sus obras con un pseudónimo masculino o utilizando el nombre de sus maridos. Durante los primeros años del siglo XX, las mujeres dedicadas a las letras seguían siendo consideradas “varoniles” y la mayoría de los hombres, como afirmaba Ortega y Gasset, sentía “un poco de repugnancia por la mujer talentuda” (Castillo Martín 293). Por tanto, para ellas surge entonces la disquisición de si renunciar a sus intereses artísticos e intelectuales para seguir siendo consideradas “mujeres”, u obviar esas consideraciones y cumplir su destino vital por encima de todo.

El caso de Concha de Albornoz parece claro. Tras un breve matrimonio con el político Ángel Segovia, su vida toma el camino que parece corresponderle, la soltería. Sobre su marido, Magda[2]escribe que “decía querer[la], pero al modo ibérico, encerrado en una inflexibilidad que hubiera requerido, por [su] parte [de ella], para hacerla llevadera, lo que no había en [ella], una postración de amante. […] La sujeción que se [le] ofrecía careció, para [ella], de aliciente y constituía, por tanto, más bien una amenaza que un refugio” (36). Concha de Albornoz necesitaba su libertad, aunque eso significara perder su cuerpo, su “femineidad”. Por eso, cuando Gil-Albert la describe en su Memorabilia, dice de ella que

no tenía el porte materno; sí la estatura y los rasgos de Albornoz, herencia que no podía hacer de ella una mujer bonita […]. Su aspecto, netamente intelectual, estaba dosificado, casi en partes iguales, con su inclinación natural a la elegancia que se manifestaba en cualquiera de sus particularidades. No es que fuera una mujer a la moda, nada más lejos de eso, tenía una manera peculiar de vestirse, y sus tailleurs […], su muestrario de blusas exquisitas […], sus portamonedas, sus guantes, sus zapatos […], la acreditaban, aunque se trate de un término aplicado con exclusividad al varón, de dandy. Porque parecía desprenderse de todo ello un sentido distinto al que le hace a la mujer engalanarse para gustar. (283)

Como la mayoría de sus compañeras de generación, tuvo que enfrentarse a una sociedad para la que ser mujer e intelectual suponía una pérdida de la femineidad. Sin embargo, la cesión que debía hacer suponía dejar de ser, por lo que, de nuevo, antes de formar parte del grupo de desalmados, prefirió la descorporeidad.

[1]Afirmación de Concha de Albornoz recogida por Máximo J. Kahn en Apocalipsis hispánica(51).

[2]Como dijimos, Magda es el nombre que le da Gil-Albert en su novela Tobeyo o del amor, pero podríamos considerar que estas afirmaciones quedan bastante cerca de la verdad, ya que, según su autor, “en mi obra, en mi creación, impera más la historia que la novela: es Historia” (7)

La red de mujeres españolas en el exilio: el tiempo de hacerse un sitio.

La primera mitad del siglo XX en España fue testigo de ciertas mejoras en la situación de las intelectuales: las mujeres habían conseguido el voto, ya podían acudir a las universidades, o participar activamente en la vida cultural del momento. La situación no era ideal, pero implicaba una notable mejoría con respecto al siglo anterior. Sin embargo, las mujeres escritoras seguían siendo unas desplazadas, unas desacopladas que no formaban parte del sistema intelectual de la república de las letras, sino que ocupaban los márgenes de un centro dominado por los varones.

A pesar de esos avances, las mujeres dedicadas a las letras seguían siendo consideradas “varoniles”. De hecho, uno de los principales maestros de la intelectualidad de la época, el filósofo José Ortega y Gasset, afirmó que “[e]l hombre inteligente siente un poco de repugnancia por la mujer talentuda […]. La mujer demasiado racional le huele a hombre”[1]. Se les atribuía, además, “falta de imaginación”, “falta de curiosidad” y una “natural inclinación […] a la irracionalidad” (Castilo Martín 293). Y como muestra, un botón: en mayo de 1928 el Lyceum organizó un “torneo poético femenino”. Allí participaron las poetas que se sentían parte de la generación del 27. El público estuvo compuesto por mujeres casi en su totalidad, porque para los poetas el acto representaba un acontecimiento menor sin interés literario para esa élite de autores masculinos.

Esta situación va a provocar que, aunque no formaran un grupo generacional compacto, sí existiera entre ellas una red de amistades personales, probablemente provocada por la necesidad de compartir vivencias y colaboraciones. Todas van a ser discípulas de Ortega a pesar de Ortega, y van a materializar esa cuestión orteguiana de la autenticidad, del destino vital que deberá cumplirse por encima de todo, donde la vida es “la inexorable forzosidad de realizar el proyecto de existencia que cada cual es”[2]. Ellas son escritoras, son filósofas, son poetas, son ensayistas, y, como verdaderas desacopladas, a pesar de estar solas ante el peligro, a pesar de ser conscientes de que la mayoría de la sociedad intelectual no las va a entender, hacen lo que tienen que hacer, son quienes tienen que ser, porque lo más importante para ellas es, como dice M. Zambrano, como dice E. de Champourcín, “ser”.

Pero irrumpen en el panorama la guerra civil española y la posterior dictadura, que agravarán esta situación, provocando una involución en el proceso de emancipación de la mujer. Y al exilio social de estas autoras, que tratan de “desenvolverse dentro de un ambiente de alguna forma hostil a [su] libre expresión artística” (Bellver 54), habremos de sumar el exilio geográfico, que desencadenará una auténtica diáspora de la intelectualidad española. Es decir, que al desacoplamiento que ya suponía ser mujer sumaron el del “transtierro”, sufriendo así un doble desplazamiento, una doble marginalidad, como mujeres y como extranjeras[3].

La guerra supuso la necesidad de buscar un espacio en sentido literal, un lugar geográfico donde continuar con la incesante lucha de hacerse un sitio en sentido figurado, como escritoras que pretenden dialogar con la intelectualidad masculina, mirarla cara a cara, y no desde abajo.

Los exiliados españoles encontraron en América, sobre todo en Hispanoamérica, un destino para su éxodo. “La lengua española es el único equipaje que llevaron nuestras autoras hacia Hispanoamérica” (Monforte 503), porque hallarán países que comparten su propio idioma, lo que acortará las distancias con la patria que han abandonado. Los exiliados españoles van a construir, de alguna manera, la patria en la lengua.

Y estas escritoras, durante el exilio, durante ese tiempo de hacerse un sitio, literal y figurado, encarnarán el lema orteguiano del “llegar a ser”, sumado a la obligada necesidad de “llegar a estar”. A pesar de estereotipos e ideologías, costumbres y censuras sociales, a pesar de habitar un espacio que les es extraño y a pesar de tener como patria el exilio, las intelectuales españolas lograron conquistar un espacio en la literatura.

 

[1]Citado en Castillo Martín 293.

[2]Citado en Castillo Martín 288.

[3]Para M. Zambrano, el exilio será concebido como patria (en “Amo mi exilio” ella escribiría: “El exilio que me ha tocado vivir es esencial. Yo no concibo mi vida sin el exilio que he vivido. El exilio ha sido como mi patria, o como una dimensión de una patria desconocida pero que una vez que se conoce, es irrenunciable”); para Mª Teresa León, sin embargo, el exilio es la tristeza de la desubicación, el cansancio “de no saber dónde morirme” (en Memoria de la melancolía).