De entre las escritoras que formaron parte de la nómina de intelectuales exiliados tras la guerra civil española, María Teresa León es, con seguridad, la que más activamente había participado en la defensa de la República y, una vez iniciado el conflicto armado, en la defensa de los ideales republicanos. Este activismo la convirtió en una mujer consciente del poder de la palabra, y de la necesidad de mantener viva la memoria de aquellos y, sobre todo, aquellas, que corrían el riesgo de ser eliminados de la historia. No en vano, Torres Nebrera, en Los espacios de la memoria (La obra literaria de María Teresa León), la define como “[u]na mujer en quien la palabra portadora de acción, del recuerdo, del coraje, de la ternura, de la denuncia, de la justicia fue todo” (59).
Ya vimos que María Zambrano consideraba el exilio como accidente que coloca al sujeto en un espacio ausente y en un tiempo discontinuo. Y es esa discontinuidad la que permite al exiliado gestar su palabra, después del mutismo al que se ve sometido como sujeto desfigurado, fuera de la historia. Pero la palabra no solo son letras para María Teresa León. Para ella, la palabra es memoria, es monumento, es la posibilidad de rescatar del olvido. Como dijo Óscar Esquivias, para María Teresa León “la literatura era una forma de salvar la memoria y de vivir con plenitud”. Para ella, en definitiva, la palabra es la que convierte lo que ha pasado en argumento que está “siempre pasando, sin acabar de pasar” (Zambrano “Las ruinas” 247), es decir, la que hace posible que los acontecimientos que constituyen la memoria no se pierdan, ni concluyan del todo, porque para ella “no hay espacio vivido o soñado que no tenga la palabra que lo vuelva a edificar, a lograrlo redivivo” (Torres Nebrera 16).
En su caso, las palabras son el material con el que construir un monumento. Y como signo del pasado, el monumento es “todo lo que puede hacer volver al pasado, perpetuar el recuerdo” (Le Goff 227). María Teresa León, a través de sus textos, de sus palabras, edifica la memoria, y tiene la intención de construir un espacio para todos los que se han quedado sin tierra[1]. Sabe que las palabras son poderosas y por eso, desde Memoria de la melancolía, insta a todos los desterrados y a todos los “jóvenes sin éxodo” a contar: “contad, contad lo que nunca dijeron los periódicos, decid vuestras angustias y lo horrorosa que fue la suerte que os echaron encima. Que recuerden los que olvidaron” (404). Pero su monumento ha de revertir la historia oficial, la que ha hecho que su patria ya no sea reconocible, ni ella reconocible para su patria. Y como Odiseo de vuelta en Ítaca, la anagnórisis no es inmediata. Su paraíso perdido, su patria lejana, es
[u]n paraíso de casas rotas y techos desplomados. Un paraíso de calles deshechas, de muertos sin enterrar. Un paraíso de muros derruidos, de torres caídas y campos devastados (…). Nada tenemos que ver nosotros con las imágenes que nos muestran de España ni el cuento nuevo que nos cuentan. Podéis quedaros con todo lo que pusisteis encima. Nosotros somos los desterrados de España, los que buscamos la sombra, la silueta, el ruido de los pasos del silencio, las voces perdidas. (…) Dejadnos las ruinas, Debemos comenzar desde las ruinas. (…) Nuestro paraíso, el que defendimos, está debajo de las apariencias actuales. (98)
Por tanto, como proponía Zambrano, las ruinas “nos ofrecen la imagen de nuestra secreta esperanza”, y servirán de soporte, de “supervivencia, no ya de lo que fue, sino de lo que no alcanzó a ser” (251). Sobre las ruinas que la guerra dejó, ella propone reconstruir la esperanza, el paraíso perdido. A través de la escritura, del recuerdo, de la memoria, de la palabra, las ruinas no son un resto del pasado, sino el germen del futuro.
Aquí radica el renacer que propone María Teresa León, su manera de transfigurarse, de conseguir el desplazamiento desde la impotencia del exiliado desfigurado a la potencialidad absoluta del transfigurado. En su obra de teatro La historia de mi corazónla muerte se presenta, según Morelli, como rebelión ante la “expresión auténtica de la vida” (18). Y creemos que esa muerte literaria en el texto, representa la muerte metafórica en el exilio, que hace capaz que María Teresa pase de la posición de representar o sufrir a la potencia de crear, de escribir. En ese mismo texto, el director de la compañía de actores dice: “los que hacen las locuras, se llaman hombres. Los que las escriben, autores, los que las representamos, cómicos” (163). En el caso de María Teresa León, como defensora de la república, se encargó de hacer locuras; cuando comenzó el exilio, como mujer desterrada, se vio obligada a representar el papel que los vencedores escribieron para ella; pero ya desde el exilio fue capaz de revertir el curso de su historia, y se erigió en autora, en sujeto capaz de escribir. Y, gracias a la escritura, de edificar su memoria a través del monumento de sus palabras.
Pero toda esta potencia de la palabra, todo el télosde su literatura, no solo recoge el desplazamiento del destierro, del exilio, sino que también engloba el desplazamiento de género. A través de su literatura, a las mujeres sin espacio también se les construye un sitio, y ocupan un lugar preeminente en la memoria. Por eso, con sus palabras, también edifica monumentos para personajes como doña Jimena Díaz de Vivar, a quien quiere “hacer justicia de una vez a la figura eclipsada por la de su esposo” (Ferris 327), o a la Clara de su La historia del corazón, que se niega a aceptar la situación que le han impuesto y brinda antes de morir “por las pocas mujeres que se atreven a contar su historia” (179).
[1]Como exiliada, es consciente de la necesidad de tener un espacio —de hecho, uno de sus cuentos escritos en el exilio y recogidos en Morirás lejosse titula “Se está bien en el mundo cuando hay tierra para andar” —, por eso, cuando el destierro aparta al exiliado de su tierra, es la palabra la que tiene la posibilidad de crear ese espacio perdido.