El Saladero o la España en salazón

 

José, el protagonista de la parábola moralizante que dibuja Roberto Robert el ensayo novelado El Saladero, al poco de entrar en la cárcel tras asesinar a su mujer se entera de que en el lenguaje de sus habituales moradores se llamaba la madrastra, y se le oye decir: “por madrastra empezaron mis males y por madrastra acabarán”. Cierra así su círculo fatal de infortunios, al relacionar el apelativo de la cárcel con la madrastra con cuya ausencia de cariño se inician sus desventuras. Este fatalismo encuentra resonancias en De criminología y penología, desde donde Pedro Dorado Montero da por válido un dicho que circulaba por la época: «el que una vez entra en la cárcel, es hombre perdido para siempre». Dorado se queja de que las verdaderas raíces de la delincuencia pasan inadvertidas a un sistema que castiga el crimen sin prevenirlo y se apoya en la autoridad de Concepción Arenal para denunciar las injusticias de la justicia. En sus Estudios penitenciarios, la insigne reformadora desvelaba la impostura que supone que la sociedad no se haga cargo de reformar a unos delincuentes que en buena medida ha propiciado ella misma. “Si en el medio social halló elementos que en algo concurrieran a su caída, se pregunta Arenal, ¿no tiene derecho a que la sociedad le procure cuantos puedan contribuir a que se levante?”. El alto valor documental de la narración se debe a que Robert habla desde la experiencia de haber recalado él mismo en el presidio, cuyo nombre proviene de la antigua función del edificio como saladero de tocino. La arquitectura de la prisión, su organización y la liberalidad en la que viven los presos crean un que no deja más opción que la de elegir entre “vivir y morir en el mal” o persistir en él “por la fuerza de algo superior a su voluntad y su conciencia”. La ruptura que señala Foucault entre la infracción y el comportamiento inmoral está aún por producirse en el mundo “maravilloso” que narra Robert, anclado en un sistema penitenciario que no busca establecer una continuidad entre control moral y represión por un lado, y la sanción penal por otro. Es en este sentido muy significativo que Robert emplee el adjetivo de “maravilloso” repetidas veces para referirse a un universo que se rige por sus propias normas. Su denuncia se suma a la que ya realizara Mesonero Romanos en sus primeros años de funcionamiento en la década de los años 30 y la que Fernández de los Ríos en 1876, en fecha posterior a la publicación de El Saladero. La cárcel permaneció en funcionamiento hasta el 9 de mayo de 1884, cuando sus presos fueron trasladados a la nueva Cárcel Modelo de Madrid, en lo que puede verse como el salto de un sistema penitenciario basado en el puro castigo a otro en el que se trataba de reintegrar al reo en la sociedad civil. La historia de José no es la de una sociedad que vigila y castiga, sino un relato del abandono: de su hogar, de su mujer y, por último, de la sociedad. Su crimen, resultado de esta sucesión de abandonos, lo lleva a ingresar a una prisión que viene a ser un compendio inframundano de todos los vicios de la sociedad. Su historia personal de aislamiento corre pareja de la historia de El Saladero, prisión en la que el forastero, escribe Robert, podría entrar y salir diariamente por la puerta de Santa Bárbara, sin sospechar que pasaba por delante de la cárcel”.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados *