Razón de exilio

El autor de la memoria laureada del concurso ordinario de 1875, organizado en Madrid por la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, establece “el régimen penitenciario” como uno de los “tres asuntos” que ocupaban entonces a los “estadistas y filántropos”, siendo los otros dos, “el conflicto obrero” y “la extinción de la miseria”. Seguido de esto, asevera que “pobres y ricos habrá eternamente”, asumiendo un tono propio del realismo fatalista, y lo acompaña reprochando que “no por ello estamos menos obligados a hacer grandes esfuerzos en obsequio de las clases pobres, dignas de amparo y protección”, adoptando un tono paternalista (15). Renueva el reproche, con que “no es lícito que amotinados estorben”, refiriéndose a las huelgas (el arma principal de todo movimiento obrero decimonónico), y en la misma páginas elogia las “sociedad cooperativas” y “bancos de economías” (de otros países) dado que generar un lucro mayor para los obreros. Terminada la apertura, entra en materia y expresa gran parte de la base de su comprensión de la humanidad: “en el Génesis de la humanidad, cuando la criatura acababa de ser creada á imagen y semejanza del eterno, la desobediencia de la ley divina, un delito, fue el primer acto en que se ejercitó la libre voluntad de Adán…” (16). Es claramente un entendimiento leguleyo basado en Hobbes, previo a la llegada de la criminología de Lombroso a España unos años después. No tarda en proveer elogios dirigidos a la iglesia, cuyas “predicaciones” influyeron (para él, casi de manera Copernicana) en la institución jurídica y punitiva de la cultura occidental; intervención tras la cuál, habría sido “abolido todo lo que era señorío, privilegio o fuero nobiliario” en la justa administración de la justicia. Asimismo, que “no es posible ocuparse de régimen penitenciario sin convenir en la legítima y saludable intervención de los sacerdotes en la enseñanza del recluso” (17). En ninguna parte hace mención de la quema de brujas y tortura de herejes, legado fundamental de la cultura punitiva española, cuyos sucesores, los agentes del suplicio y la interrogación a través de la tortura, continuaron hasta bien entrado el siglo XX. El autor demuestra una cierta comprensión histórica del sistema carcelario español, expandiendo en la evolución del sistema celular y los efectos que se manifiestan en los cuerpos (y mentes) de los presos (19). Critica levemente la desidia en torno al mantenimiento de las cárceles en España, hecho que el editor excusa y corrige en sus notas (20 – 21). Responde a la crítica elogiando el modelo de otros países, particularmente los de Inglaterra (20). Es entonces cuando se le ocurre mencionar que estos otros países, dignos de elogio, han tenido una tradición fructuosa de enviar presos a lugares remotos para corregirles, la llamada “colonización penitenciaria”. Postula si sería “conveniente colonizar con penados las islas que posee España en África y Oceanía” (22). Establecido todo esto, se remonta a la edad a la era romana y a la media para presentar los orígenes de la pena-exilio en la historiografía nacional (30). Así es como llega al inicio del argumento: “Ya es hora de pensar en establecer de un modo formal la deportación a las colonias, imitando lo bueno que existe en otros países…” (31). Lo demás, se construye sobre este razonamiento eclesiástico, hobbiano y paternalista, aparte de mimético, en torno al progreso del sistema penitenciario español.

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