#8

Al comenzar su artículo “Philosophy and Tragedy in Two Newly Discovered “Fedras” by Unamuno”, Nelson G. Orringer plantea dos cuestiones que, a su juicio, carecen de respuesta (549). La primera tiene que ver con la razón que habría llevado a Unamuno a querer ofrecer una nueva versión de un mito ya dramatizado por autores de la talla de Eurípides, Séneca, Racine y D’Annunzio, entre otros. No me detendré aquí porque considero que la respuesta pasa, evidentemente, por una combinación de su helenismo y una larga tradición de revisiones (a menudo también concebidas como ejercicio de erudición) de los mitos grecolatinos en diferentes formas literarias. Sí me detendré, sin embargo, en la segunda cuestión, que Orringer formula así: “why undertake this project while composing one of the most ambitious philosophical works in twentieth-century Spanish?” (549). Se está refiriendo a Del sentimiento trágico de la vida (V, 57, VII, 19), obra fundamental cuyo primer capítulo Unamuno estaba corrigiendo entre 1910 y 1911[1]. En efecto, sabemos que Unamuno estaba escribiendo Fedra ya en la primavera de 1910 por una carta que escribe a Francisco Antón[2]. La obra debió estar lista para noviembre del año siguiente, porque fue en esa fecha cuando le ofreció el texto al actor Fernando Díaz de Mendoza[3], afirmando que había querido “hacer una obra de pasión, de que nuestro teatro contemporáneo anda escaso”. Añado a esta coincidencia notada por Orringer la aparición en 1910 del ensayo Verdad y Vida[4],un escrito al que apenas se le ha prestado atención por parte de los estudiosos del autor y en el que se ocupa del valor de la verdad en función de su alcance para la vida.

He querido hacer notar estas coincidencias en el tiempo para poder contextualizar mi tratamiento de la escena final de Fedra, que expondré después. Tanto el capítulo primero de Del sentimiento trágico de la vida (DST) como el ensayo Verdad y Vida (VyV)están dedicados a la crisis de la conciencia moderna del cambio de siglo [stretch out]. Si admitimos que ambas obras se ocupan de la “desnudez trágica” (DST 35 y passim, VyV 266) del hombre como manera de vivir la verdad[5], debemos pensar entonces que el argumento de Fedra avanza en paralelo a esos ensayos y supone un ejemplo de conversión de su sistema de pensamiento en obra literaria[6]. La escritura dramática debía cumplir la misma función en el espectador que la de sus ensayos en el lector: colocarlos frente al dilema de su propio destino, anclado ineludiblemente en la lucha entre pasión y razón, aquella que Unamuno denominó “el sentido trágico de la vida”. Así, afirma Unamuno, los seres humanos no podemos alcanzar la verdad mediante la razón discursiva (VII, 206-7), pero sí a través de la lucha contra esa razón, pues en las grietas de esa lucha veremos manifestada la verdad como revelación[7]. Fedra es, sin duda alguna, la encarnación de esa lucha entre pasión y razón ­–o la encarnación de la propia pasión luchando contra la razón[8]. Enajenada por el amor que siente por su hijastro, la Fedra cristiana de Unamuno es todo aquello que no cabe en un mundo dominado por el orden, la ciencia y la verdad. Ya en las primeras líneas de la obra, el diálogo entre Fedra y la nodriza Eustaquia nos sitúa en el dilema mismo:

E: Pero qué, ¿no se te quita eso de la cabeza, Fedra?

F: ¡Ay, Eustaquia! Si hubiese de ser la cabeza solo, ya se me habría quitado, pero… (449)

Se entiende que la interpretación de Fedra haya sido en los términos de ese enfrentamiento entre razón (cabeza) y pasión. Así se ha hecho tradicionalmente, en los dos únicos ensayos que hay sobre la obra, el ensayo de Orringer, ya citado, y el apartado correspondiente a Fedra en la introducción de la edición del “Teatro Completo” de Unamuno realizada por Manuel García Blanco[9]. Sin embargo, creo que la obra, leída en consonancia con los ensayos que Unamuno estaba escribiendo en ese momento, refleja la complejidad de influencias que el autor trata de resolver atendiendo a la universalidad del mito y su relación con la conciencia y los mecanismos de enunciación de la verdad.

Argumento que en Fedra, como en Electra de Galdós, la dialéctica principal no es la que enfrenta razón con pasión sino la que nace de las diferentes posibilidades de enunciar la conciencia misma. Si en Electra la intervención de Eleuteria superaba la noción fenomenológica de la palabra que Nietzsche atacaba por ser un mecanismo de legitimación de la metáfora —porque conocía la ficción y era capaz de enunciarla para evocar la verdad que había venido a revelar—, en Fedra la metáfora ya ha desaparecido [porque Dios ha muerto, N., explicar bien] y la verdad puede nacer del sujeto mismo del mito. Es Fedra quien, en la escena primera del último acto (la última en la que aparece), estando “moribunda” en su lecho de muerte, entrega a Eustaquia una carta que contiene su “confesión”, “la verdad entera”. Que la verdad esté unida al concepto de la “confesión” es ciertamente inseparable del carácter cristiano de la obra que Unamuno hubo de imprimirle para, según afirma él mismo en el exordio, modernizar la tragedia de Eurípides[10]; pero también exige una lectura en relación con los mecanismos de revelación de la conciencia para los que la literatura, y no la historia ni la filosofía, ofrece las categorías pertinentes. Si, como afirma Rancière, es la literatura la que puede pensar una condición de suspensión en términos estéticos, la confesión de Fedra interrumpe ese tiempo en suspenso para enfrentar al sujeto con la verdad desnuda. La verdad de Fedra es la síntesis necesaria surgida de la lucha entre razón y pasión. Como la muerte de Fedra, su confesión tampoco sucede en escena. La confesión se hace efectiva después de su muerte, pero no será necesario que aparezca. La palabra escrita permanece, como permanece la revelación misma que ha hecho que Fedra confiese: “quiero vivir, vivir, vivir, pero con él: ¡sin él, no!” (514) Es el deseo de vivir el que conduce a Fedra a la muerte (“Ahora ante la muerte podré decir la verdad”) porque la represión de sus sentimientos por Hipólito ya había terminado con su vida. Confesando la verdad, Fedra rehúye la metáfora y supera las categorías del bien y del mal. La verdad, para ella, es la muerte, y por eso afirma que “[s]olo la verdad purifica”, insistiendo después: “Todo lo verdadero, y todo lo verdadero solo es limpio”.

Fedra cierra una serie de voces que Zambrano denominó “muertos vivos, enterrados en una sepultura, que, invisible, los aísla de los vivientes” (La confesión, 100), y que, para ella, comienza con las palabras de Antígona. La confesión es una aspiración a la verdad y, como tal, su función es la de abrir otras posibilidades a la voz íntima y al espacio interior que denominamos conciencia (o sentido trágico de la vida, en términos de Unamuno). La tragedia de los personajes de Antígona, de Electra o de Fedra es precisamente la de una realidad que asfixia su espacio interior y que solamente puede ser superada mediante la verdad. Así, si Unamuno en la primera escena de la obra se distanciaba del estoicismo de Séneca al concederle a Fedra (por boca de Eustaquia) la posibilidad de resistir desde las pasiones, en el último diálogo entre ellas antes de la muerte de Fedra, el autor reconoce su deuda con Hegel, cuya noción de la tragedia es la de un género que implica siempre un equilibrio dinámico, una síntesis en la que tesis y antítesis ya no sólo se oponen sino que se necesitan para ofrecer una verdad que trascienda. Las verdades de Antígona, Electra y Fedra no responden a un conocimiento intelectual, en tanto que necesitan de mecanismos externos (aunque nacidos de la intimidad de una visión, alucinación o revelación) para ser enunciadas; responden a la condición intermitente de la realidad que es la que impide reducir esa verdad a objeto. Es por eso por lo que se recurre al mito y a su performatividad, a la literatura, en definitiva, como ocasión de ruptura repetida con el mundo. Frente a la condición átona de un mundo post-Desastre, la verdad, su lugar de enunciación y sus consecuencias actúan como incisiones/acontecimientos (événements) transformando la continuidad del ser en una serie de recensiones, interrupciones, declives y reapariciones que acabará por convertirse en la característica de la modernidad.

 

 

[1] Cuando la publicó, en 1913, Unamuno le escribió a Ernesto A. Guzmán que su mayor esperanza era publicar también Fedra que era, de sus dramas, “el que más a pechos tomo” (V, 55).

[2] Carta del 18 de abril de 1910, citada en García Blanco 88 y García-Abad García, 263.

[3] En la carta, Unamuno le hace saber que para la “figura” de Fedra ha pensado en su mujer, María Guerrero, la actriz que habría representado, cinco años antes, los papeles de Irene/Anita en Verdad de Pardo Bazán. La respuesta no fue positiva y Unamuno siguió gestionando su estreno con otras compañías hasta lograr que se representara en 1918 (siete años después de terminarla), en uno de los salones del Ateneo de Madrid (sobre este estreno cf. García-Abad García 263 y García Blanco 94-101). El estreno en un teatro comercial no tuvo lugar hasta el 9 de abril de 1924 (cf. García-Abad García, íbidem).

[4] Publicado en 1910 pero compuesto en 1908. De 1910 es también el soneto Nuestro secreto, que se ocupa del paisaje secreto del alma y de sus revelaciones posibles (acaba curiosamente con el verso “conócete, mortal, mas no del todo”). Todas estas coincidencias refuerzas la idea de que, como en Galdós, los textos dramáticos no son sino la forma dialogada de sus preocupaciones estéticas y literarias.

[5] Estos versos de “Credo poético” me parecen muy reveladores en ese sentido: “No te cuides en exceso del ropaje/ de escultor y no de sastre es tu tarea, / no te olvides de que nunca más hermosa / que desnuda está la idea” (VI, 169)

[6] A la vez, tengo en cuenta estas palabras de Iris M. Zavala sobre Unamuno y el teatro: “Unamuno tiene concepto teatral de la vida. Cree que la persona es esencialmente representación. Por esta concepción de teatral de la vida insistió en escribir dramas, porque el teatro es el arte por excelencia para la revelación de la persona.” (Unamuno y su teatro de conciencia. Acta Saltmanticensia: Univ. de Salamanca, p.32)

[7] En determinados pasajes de DST habla de “revelación” a secas, en otros de “revelación mística” y en otros de “revelación mística de Dios”.

[8] El conflicto entre razón y pasión parece haber sido heredado de su madre, Pasífae, a juzgar por las continuas referencias veladas que leemos en el texto.

[9] No puedo menos que notar la ausencia de Fedra en el que a la sazón es el estudio más completo de la obra y pensamiento de Unamuno, Las máscaras de lo trágico. Filosofía y tragedia en Miguel de Unamuno, de Pedro Cerezo Galán (Trotta, 1996). En sus ochocientas sesenta y una páginas no hay una sola mención a Fedra y la obra ni siquiera aparece indexada en el libro como parte del corpus unamuniano.

[10] “Así, esta mi Fedra, que no es sino una modernización de la de Eurípides, o mejor dicho, el mismo argumento de ella, solo que con personajes de hoy en día, y cristianos por tanto.” (444) [Esto pide a gritos leerlo como una reacción a Nietzsche]

#7

Verdad es la primera pieza teatral larga de Emilia Pardo Bazán. Estrenada el 9 de enero de 1906, la obra contó con la actuación de Fernando Díaz Mendoza en el papel de Martín y con María Guerrero en los papeles de las hermanas Irene y Anita. Catorce años antes, la misma actriz había dado vida a Augusta, la casada infiel de Realidad de Galdós. Más que una anécdota, el hecho de usar la misma actriz parece responder a una voluntad de la autora por dialogar con algunos de los aspectos de la obra del escritor canario. Fue, de hecho, la propia Pardo Bazán quien animó a Galdós a poner en escena Realidad (1) tal y como nos deja saber ella misma en las páginas que le dedica a la pieza galdosiana en Nuevo Teatro Crítico (2) (1892, 19-69). La autora consideró que con Realidad Galdós había sido el primero en intentar renovar la dramaturgia en España atendiendo a nuevos procedimientos teatrales e incorporando el contenido analítico y humano de la novela moderna al teatro (NTC 52). Para Rubio Jiménez (Ideología y teatro en España 1890-1900, 96), este es “el primer drama español en el que la verdad, la búsqueda de una autenticidad en la propia conducta, conduce a los personajes a un enfrentamiento con una sociedad no veraz, aunque trate de mostrarse como tal, con una moral de apariencias”. En efecto, la obra de Galdós enfrenta las categorías de apariencia y verdad con el propósito de mostrar esta última como única condición posible para la regeneración (por medio del personaje de Orozco). En Verdad, sin embargo, esta oposición, aunque presente, no responde exactamente a la expuesta por Galdós. Cabe recordar que, frente a Realidad, Verdad ya ha sido escrita en una sociedad post-Desastre enfrentada a una aguda crisis de identidad. El carácter filosófico de la obra de Galdós deja paso aquí a un teatro efectista y visceral, dedicado más al sentir que al pensar (3). Esa visceralidad está presente desde el comienzo mismo de la obra, en la que, por boca de Irene, la verdad es considerada “un veneno activo” y “un cartucho del más atroz explosivo”. En la conversación entre ella y Martín previa a su muerte a manos de él, Irene se opone a la beligerancia de Martín (4), que tiene un “ansia de la verdad suprema” que le hace insistir una y otra vez en conocer los detalles de la vida de Irene. Obsesionado con la posibilidad de que haya un romance entre ella y Portalegre, Martín expone rumores y creencias como hechos, a lo que Irene responde que “[l]o esencial no es lo que creemos si no lo que sucede” (5). A la presión creciente de Martín, Irene responde que ni él “ni hombre alguno tolera el esplendor de la verdad” (cf. aquí de nuevo la equivalencia de verdad y luz), afirmación que se cumple momentos después cuando, tras haber confesado acerca de Portalegre, Martín la mata ahogándola con sus manos. La verdad que Martín perseguía se convertirá ahora en su perseguidora. A la manera de las antiguas Furias, Martín convive con un secreto que atormenta su conciencia hasta que, seis años después, y habiéndose casado con la hermana de Irene, Anita, es él quien confiesa la verdad. Contrariamente a lo que expone Versteeg (97), no creo que la confesión de Martín tenga un efecto perturbador en la obra. Si la obra consigue transmitir ese efecto, es probable que tenga más que ver con el ambiente en el que se desarrolla (cf. el comienzo del acto tercero y la descripción del jardín del pazo de Trava, “antiguo y melancólico” ) y con los elementos de la literatura detectivesca introducidos por la autora —y que también estaban presentes en La Incógnita y Realidad. La confesión de Martín ante la abnegada Anita tiene un efecto catártico para él, pero también para el público, que conocía la verdad desde el primer acto y que era el receptor primero de impresiones tales como la primera aparición de Anita, con velo, idéntico reflejo de su hermana y que hace exclamar a Santiago “los muertos tornan acá”. La confesión (y muerte posterior) de Martín interrumpe definitivamente la atmósfera de misterio en la que se desenvuelve la obra y que el propio Martín describe así en la escena II del tercer acto:
“El misterio nos envuelve…¡Misterio es todo, el vivir como el morir, y el mayor misterio…aquí está! (Señalando al corazón) ¿No percibes tú, hasta en el ruido del viento cuando mueve las ramas de los árboles, cláusulas misteriosas? ¿No hay sombra a nuestro alrededor? ¿No nos envuelven nieblas y vapores que suben del río?”
A lo que Anita, consciente de ese espacio liminal que Martín acaba de describir, responde “De entre las sombras sale resplandeciente la verdad. Yo quiero verla”. Anita quiere ver la verdad —no oírla, no saberla, sino verla. La afirmación nos lleva de nuevo a una noción fenomenológica de la verdad que se aparta del terreno metafórico para convertirse en una representación de aquello que, a pesar de lo que Ana reclama, no puede verse.

 

 

1) Incluso le presentó a los actores (Versteeg 228, n. 32)
2) En adelante NTC.
3) En la reseña de Realidad que escribió Octavio Picón para El Correo el 16 de marzo de 1892 (citado en Ángel Berenguer, Los estrenos teatrales de Galdós en la crítica de su tiempo, Madrid: Consejería de Cultura 1988) dice que la obra hizo pensar. Para Pardo Bazán, sin embargo, esto no debe considerarse un logro, pues lo que hay que intentar, según ella, es el que el teatro funda sensibilidad e inteligencia (NTC 53). Esta reflexión me parece importante en términos de percepción o incluso de tipos de conocimiento (sensible o inteligible). Además, no podemos obviar la carga emocional que Pardo Bazán proyecta en el asesinato de Irene cometido nada más empezar la obra, con el que sin duda trataba de llamar la atención sobre un tema del que se venía ocupando tiempo atrás ( de la impunidad de los crímenes pasionales se había ocupado ya en “Temis” De Siglo 202-3, citado en Versteeg 95).
4) Ambos son nombres parlantes en oposición: Irene significa “paz” mientras que Martín es el nombre derivado del nombre del dios romano de la guerra, Marte.
5) Curiosamente, a continuación pasa a señalarle que contemple un paisaje (la luna reflejada en el río) cuya ocurrencia ella sabe efímera.