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La escena IX de Electra se abre con la Sombra de Eleuteria “que vagamente se destaca en la oscuridad del fondo”. Se trata, sin duda, de una escena sobrecogedora para el público. El propio Baroja, al ver la representación el día de su estreno, relata: “En uno de los momentos en que aparece un fantasma, Azorín me agarró del brazo, y vi que estaba conmovido”[1]. Baroja llama fantasma a la sombra, en lo que, suponemos, fue una interpretación que se generalizó desde el primer momento. El hábito de monja que la actriz Florentina A. del Valle lució en las primeras representaciones es absolutamente blanco, resaltando su palidez (imagen 1). Es la transmutación del “blanco deslumbrante” que Máximo anhelaba, en el proceso inverso al científico.

Imagen 1. Florentina A. del Valle en el papel de la sombra de Eleuteria.
Revista El Teatro, abril de 1901. Fuente de la imagen: cervantesvirtual.com

 

Si Máximo simbolizaba la posibilidad humana de fabricar luz, la madre de Electra encarna esa luz desde el mundo de las sombras. La encarnación de Eleuteria se manifiesta en una corporeidad específica. Frente al espejismo de Máximo, de cuya figura no hay comentario alguno en las acotaciones, de la Sombra sabemos cómo viste, desde dónde sale, hacia dónde se dirige y, finalmente, qué dice. En efecto, la Sombra habla, tiene voz. Colocada “a la menor distancia posible” de su hija, Eleuteria declara:

“Tu madre soy, y a calmar vengo las ansias de tu corazón amante. Mi voz devolverá la paz a tu conciencia. Ningún vínculo de naturaleza te une al hombre que te eligió por esposa. Lo que oíste fue una ficción dictada por el cariño para traerte a nuestra compañía y al sosiego de esta santa casa”.

 

Es una voz que se afirma en primer lugar (“Tu madre soy”), para negar a continuación cualquier “vínculo de naturaleza” entre Electra y a Máximo. Ambos enunciados, la afirmación de la identidad del espectro y la negación del parentesco, se le revelan a Electra como secreto. El secreto no se puede decir si no es desde la más absoluta libertad, por eso Eleuteria puede decirlo, porque está liberada de las limitaciones de la vida, de lo humano. La sombra de Eleuteria tiene la capacidad de afirmar y de negar: recoge todas las posibilidades del lenguaje. En la tensión entre el afirmar y el negar, la verdad enunciada por el espectro traspasa el futuro encarnado en la fe religiosa así como el progreso que representa la ciencia. Su condición de espectro se revela como mediadora a partir de estos dos actos del lenguaje, que constituyen las expresiones mínimas binarias de la enunciación: de un lado el “tu madre soy”, de otro el “ningún vínculo de naturaleza te une”. Supera, además, la noción fenomenológica de la palabra que Nietszche atacaba por ser un mecanismo de legitimación de la metáfora. La Sombra de Eleuteria, siendo espectro, es capaz de superar el primitivismo de la metáfora porque conoce la ficción y es capaz de enunciarla para, seguidamente, evocar la verdad que ha venido a revelar. Así, lo que oyó Electra, le dice la sombra de su madre, “fue una ficción”, pertenece a un terreno en el que el lenguaje no es la expresión adecuada de la realidad. Pero Eleuteria, enunciando la ficción ­­—y precisamente por eso—, revela la verdad. La verdad, entonces, no ha venido de la ciencia. La escena de la sombra hace desmoronarse las lecturas que ven en Electra un mero enfrentamiento de la religión con el espíritu científico. El espectro traspasa esa dicotomía por medio de una enunciación que resuelve el enigma de la relación entre Electra y Máximo. El enigma, afirma Agamben “conecta cosas imposibles y todo auténtico significar es siempre enigmático”. (2006: 235) El carácter mediador del enigma es capaz de asumir el comportamiento estético que demandaba Nietzsche como puente entre sujeto y objeto. Desde el enigma, el fantasma es capaz de superar la distinción sujeto-objeto, porque nos miran, como dijo Agamben de las estatuas primitivas, “desde un lugar que precede” esa distinción (2006: 113). Así, la verdad que enuncia Eleuteria es objetiva —la verdad de Eleuteria, en tanto que ella emprende el acto de enunciarla—, pero también subjetiva —en tanto que esa verdad la contiene a ella.

No es, por tanto, la ciencia quien puede transmitir la verdad, sino el fantasma, el símbolo que Agamben consideró la “fractura original de la presencia” (2006: 229). Precisamente Agamben se ocupa en Estancias de voz de los fantasmas. El filósofo italiano retoma la teoría aristotélica del fantasma para referirse a su capacidad para hablar. Así, en el De anima Aristóteles refiere que no podemos considerar voz a todo sonido emitido por un animal, sino solamente a aquel que va acompañado de algún fantasma, “porque la voz es un sonido significativo” [2]. De esta manera, dice Agamben, “el carácter semántico del lenguaje está así indisolublemente asociado a la presencia de un fantasma”. Dicho de otra manera, la palabra del fantasma trasciende la voz humana. La verdad enunciada por la Sombra de Eleuteria trae la luz definitiva, que no es sino un modo más original del decir, uno que supera lo humano para incardinarse en el topos simbólico de la metafísica. Galdós delega en el fantasma la capacidad de un deus ex machina cuya función no es resolver el nudo de la trama, sino recordar al espectador-lector que las cosas no se encuentran fuera de nosotros. Electra puede ver la sombra de su madre porque a través de ella se abre el lugar original desde el que se hace posible experimentar el mundo en plenitud. La experiencia del fantasma sólo puede suceder en un no-lugar, un topos outopos desde donde colocarse frente al ser que es Electra. Enfrentada a la verdad de la sombra, Electra es capaz de percibir fenómeno y experiencia. La metáfora, para ella, como la luz, ha desaparecido.

[1] Baroja en Memorias 1949: VII, 741-2

[2] 420b, citado en Agamben, Estancias, 2006: 138.

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