Verdad es la primera pieza teatral larga de Emilia Pardo Bazán. Estrenada el 9 de enero de 1906, la obra contó con la actuación de Fernando Díaz Mendoza en el papel de Martín y con María Guerrero en los papeles de las hermanas Irene y Anita. Catorce años antes, la misma actriz había dado vida a Augusta, la casada infiel de Realidad de Galdós. Más que una anécdota, el hecho de usar la misma actriz parece responder a una voluntad de la autora por dialogar con algunos de los aspectos de la obra del escritor canario. Fue, de hecho, la propia Pardo Bazán quien animó a Galdós a poner en escena Realidad (1) tal y como nos deja saber ella misma en las páginas que le dedica a la pieza galdosiana en Nuevo Teatro Crítico (2) (1892, 19-69). La autora consideró que con Realidad Galdós había sido el primero en intentar renovar la dramaturgia en España atendiendo a nuevos procedimientos teatrales e incorporando el contenido analítico y humano de la novela moderna al teatro (NTC 52). Para Rubio Jiménez (Ideología y teatro en España 1890-1900, 96), este es “el primer drama español en el que la verdad, la búsqueda de una autenticidad en la propia conducta, conduce a los personajes a un enfrentamiento con una sociedad no veraz, aunque trate de mostrarse como tal, con una moral de apariencias”. En efecto, la obra de Galdós enfrenta las categorías de apariencia y verdad con el propósito de mostrar esta última como única condición posible para la regeneración (por medio del personaje de Orozco). En Verdad, sin embargo, esta oposición, aunque presente, no responde exactamente a la expuesta por Galdós. Cabe recordar que, frente a Realidad, Verdad ya ha sido escrita en una sociedad post-Desastre enfrentada a una aguda crisis de identidad. El carácter filosófico de la obra de Galdós deja paso aquí a un teatro efectista y visceral, dedicado más al sentir que al pensar (3). Esa visceralidad está presente desde el comienzo mismo de la obra, en la que, por boca de Irene, la verdad es considerada “un veneno activo” y “un cartucho del más atroz explosivo”. En la conversación entre ella y Martín previa a su muerte a manos de él, Irene se opone a la beligerancia de Martín (4), que tiene un “ansia de la verdad suprema” que le hace insistir una y otra vez en conocer los detalles de la vida de Irene. Obsesionado con la posibilidad de que haya un romance entre ella y Portalegre, Martín expone rumores y creencias como hechos, a lo que Irene responde que “[l]o esencial no es lo que creemos si no lo que sucede” (5). A la presión creciente de Martín, Irene responde que ni él “ni hombre alguno tolera el esplendor de la verdad” (cf. aquí de nuevo la equivalencia de verdad y luz), afirmación que se cumple momentos después cuando, tras haber confesado acerca de Portalegre, Martín la mata ahogándola con sus manos. La verdad que Martín perseguía se convertirá ahora en su perseguidora. A la manera de las antiguas Furias, Martín convive con un secreto que atormenta su conciencia hasta que, seis años después, y habiéndose casado con la hermana de Irene, Anita, es él quien confiesa la verdad. Contrariamente a lo que expone Versteeg (97), no creo que la confesión de Martín tenga un efecto perturbador en la obra. Si la obra consigue transmitir ese efecto, es probable que tenga más que ver con el ambiente en el que se desarrolla (cf. el comienzo del acto tercero y la descripción del jardín del pazo de Trava, “antiguo y melancólico” ) y con los elementos de la literatura detectivesca introducidos por la autora —y que también estaban presentes en La Incógnita y Realidad. La confesión de Martín ante la abnegada Anita tiene un efecto catártico para él, pero también para el público, que conocía la verdad desde el primer acto y que era el receptor primero de impresiones tales como la primera aparición de Anita, con velo, idéntico reflejo de su hermana y que hace exclamar a Santiago “los muertos tornan acá”. La confesión (y muerte posterior) de Martín interrumpe definitivamente la atmósfera de misterio en la que se desenvuelve la obra y que el propio Martín describe así en la escena II del tercer acto:
“El misterio nos envuelve…¡Misterio es todo, el vivir como el morir, y el mayor misterio…aquí está! (Señalando al corazón) ¿No percibes tú, hasta en el ruido del viento cuando mueve las ramas de los árboles, cláusulas misteriosas? ¿No hay sombra a nuestro alrededor? ¿No nos envuelven nieblas y vapores que suben del río?”
A lo que Anita, consciente de ese espacio liminal que Martín acaba de describir, responde “De entre las sombras sale resplandeciente la verdad. Yo quiero verla”. Anita quiere ver la verdad —no oírla, no saberla, sino verla. La afirmación nos lleva de nuevo a una noción fenomenológica de la verdad que se aparta del terreno metafórico para convertirse en una representación de aquello que, a pesar de lo que Ana reclama, no puede verse.
1) Incluso le presentó a los actores (Versteeg 228, n. 32)
2) En adelante NTC.
3) En la reseña de Realidad que escribió Octavio Picón para El Correo el 16 de marzo de 1892 (citado en Ángel Berenguer, Los estrenos teatrales de Galdós en la crítica de su tiempo, Madrid: Consejería de Cultura 1988) dice que la obra hizo pensar. Para Pardo Bazán, sin embargo, esto no debe considerarse un logro, pues lo que hay que intentar, según ella, es el que el teatro funda sensibilidad e inteligencia (NTC 53). Esta reflexión me parece importante en términos de percepción o incluso de tipos de conocimiento (sensible o inteligible). Además, no podemos obviar la carga emocional que Pardo Bazán proyecta en el asesinato de Irene cometido nada más empezar la obra, con el que sin duda trataba de llamar la atención sobre un tema del que se venía ocupando tiempo atrás ( de la impunidad de los crímenes pasionales se había ocupado ya en “Temis” De Siglo 202-3, citado en Versteeg 95).
4) Ambos son nombres parlantes en oposición: Irene significa “paz” mientras que Martín es el nombre derivado del nombre del dios romano de la guerra, Marte.
5) Curiosamente, a continuación pasa a señalarle que contemple un paisaje (la luna reflejada en el río) cuya ocurrencia ella sabe efímera.
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