#6

Al hablar de la obra de arte como producto de la actividad humana, Hegel sitúa el origen del gesto artístico en el niño que arroja piedras a un torrente “y admira los círculos que se forman en el agua, como una obra en la que logra la intuición de lo suyo propio” (Vorlesungen I, 31, mi traducción). El gesto del niño produce por artificio una imagen nueva que transforma el paisaje natural. Rancière recuperará este gesto para destacar la apariencia de la libertad propia del niño como la evolución natural de la libertad que Winckelmann veía expresada en el movimiento natural de las olas del mar (Aisthesis, 53) en el marco del régimen estético del arte. Al margen de la elocuencia de la propia imagen del niño capaz de crear artificios, lo interesante de ese gesto viene enunciado por Hegel justo después, al referir que “[y] no sólo con el mundo exterior procede el hombre de esta manera, sino también consigo mismo, con su propia forma natural, que él no deja tal como la encuentra, sino que la cambia intencionadamente” (íbid.). Es desde esta afirmación —obviada por Rancière— desde la que reflexionaré sobre La cuestión palpitante de Emilia Pardo Bazán como compendio crítico de las tendencias estéticas de la literatura de la época, pero también —a pesar de que no se ha considerado así tradicionalmente— como reflexión acerca de las posibilidades de imitación de la Verdad en España el último cuarto del s. XIX.

 

Pardo Bazán publicó la serie de artículos que componen La cuestión palpitante entre el 7 de noviembre de 1882 y el 16 de abril de 1883 en el periódico madrileño La Época[1]. A lo largo de veinte artículos, la autora traza un semblante —con tono muy pedagógico— de los postulados naturalistas, a partir, sobre todo, de lo expresado por Zola en Le roman expérimental, publicada en 1880. En esa obra el escritor francés abogaba por una novela que pasara de la ciencia de la observación a la ciencia experimental, en consonancia con la vigencia del pensamiento científico en la época. La cuestión palpitante no fue la primera respuesta a los postulados de Zola (las primeras menciones del autor galo en la prensa española son de 1876), pero sí el primer intento de acometer, ordenadamente[2], un análisis de los postulados naturalistas y realistas a través del tratamiento de la novela en Francia, Inglaterra y España. A la vez, con La cuestión palpitante Pardo Bazán se inserta de lleno en los debates estéticos de la época en España, en los que ya encontramos la dicotomía entre Verdad y Belleza. Así, por citar solo dos ejemplos de las posturas opuestas en tal debate, cabe recordar que Manuel de la Revilla en su ensayo “La tendencia docente en la literatura contemporánea”[3] ya se manifiesta en contra de que “se diga que el fin del arte es la expresión de la verdad” (p. 139). Esta afirmación se ve contestada en ese mismo año por Pedro Antonio de Alarcón, en su discurso de ingreso a la RAE, en el que defiende de forma muy vehemente una literatura al servicio de la Verdad y no de la Belleza[4]. Especialmente relevante me parece el ensayo “La novela naturalista” de Francisco Díaz Carmona, a quien Pardo Bazán cita en el prólogo a la edición de 1891 de La cuestión palpitante. En su ensayo, Díaz Carmona introduce un concepto que creo que resulta básico para trazar la evolución de la producción literaria española de fin de siglo: la verosimilitud.

“El arte no es la ciencia; ésta descansa en la verdad, aquél en la verosimilitud (…) Aun suponiendo que la verdad desnuda fuera objeto del arte, el naturalismo no es la escuela de la verdad y la realidad, puesto que no admite otra realidad que la de los sentidos, negando el alma que es una cosa real, y el orden sobrenatural, que es otra realidad.” (La Ciencia Cristiana, núm. 46, p. 665)

 

Sobre esta última afirmación, la de que el orden sobrenatural es otra realidad, cabría destacar las implicaciones que tiene en términos de la doctrina clásica de la imitación [stretch out]. El silogismo es fácil: si la realidad puede imitarse, el orden sobrenatural podrá ser imitado en tanto que constituye otra realidad. Ahora bien, la imagen imitada por el arte —las ondas del agua que el niño produce al lanzar piedras— debe ser percibida de la misma manera en que lo es la realidad a la que imita. Hay que preguntarse, entonces, de qué manera percibimos lo sobrenatural y cómo esa idea puede conformar una imagen que nos remita, de nuevo, a una idea (nueva, representada) de lo sobrenatural[5].

 

En La cuestión palpitante, la posición de Pardo Bazán en relación con la realidad imitable es compleja. Por un lado, la autora es bastante dogmática a la hora de afirmar que “si es real cuanto tiene existencia verdadera y efectiva, el realismo en el arte nos ofrece una teoría más ancha, completa y perfecta que el naturalismo” (p. 154). Dicho esto, solamente unas líneas más abajo, leemos: “Siempre que una realidad —sea del orden espiritual o material— sirva de base al arte, basta para legitimarlo” (p. 155). Resulta difícil poner a dialogar ambas afirmaciones. En la última podemos reconocer la postura de Díaz Carmona acerca de los distintos tipos de realidad que pueden ser imitados, aunque Pardo Bazán no utiliza la palabra sobrenatural sino espiritual [6]. Ambos conceptos hacen referencia a aquella realidad que no puede ser aprehendida por los sentidos[7]. A esa realidad, me parece, pertenecen las imágenes que se aparecen en el estado entre el sueño y la vigilia, así como las apariencias motivadas por el deseo que emana de la consciencia de los personajes (pienso en La incógnita, en Realidad, pero también la Irene de Verdad y por supuesto en Electra). En relación con esa realidad (verdad) espiritual, propongo pensar estas intervenciones en las nociones de verdad-ficción no como un recurso formal, sino como un mecanismo amparado en los sistemas de pensamiento de cambio de siglo por los que verdad y ficción pasan a interactuar como modos de relación. Los modos de relación no son otra cosa que los tradicionales modos del ser (necesidad y contingencia; posibilidad e imposibilidad; efectividad e inefectividad) relacionados entre sí[8]. Estos modos están siempre presentes en mayor o menor medida en toda experiencia estética[9] y a su vez toda experiencia estética surge de la modulación entre esos modos. La modulación se produce en dos niveles, la de los modos relativos (necesidad y posibilidad) y la de estos con los modos absolutos (efectividad). Hartmann enuncia esto como Ley Modal Fundamental en tanto que “sólo en razón de condiciones efectivas puede darse algo como posible o necesario[10]” (Ontologie II, 91, mi traducción). La efectividad es siempre, en términos estéticos, el resultado de un conflicto abierto y dependerá de decantaciones determinadas para modularse en uno u otro sentido (lo que se puede hacer, lo que no se puede hacer, lo que se tiene que hacer, lo que no se tiene que hacer). Entender La cuestión palpitante como el intento por poner por escrito ese “conflicto abierto” entre las distintas formas y experiencias estéticas me parece útil como metodología desde la que aproximarme a la confluencia de los distintos sistemas a través de los que se piensa la representación a finales de siglo. Así, cuando Pardo Bazán afirma (vd. supra) que lo real es aquello que tiene una “existencia verdadera y efectiva” no está hablando sino de una krásis, una simetría en la que se concrete cualquier realidad —por abstracta, espiritual o sobrenatural que sea[11]. Lo efectivo, como modo estético, tiene que reproducir, según Lukács, lo que sucede y está en el mundo. Ahora bien, esa efectividad estará condicionada por qué puede y qué no puede estar en el mundo (posibilidad) y qué debe y no debe estar en el mundo (necesidad). Es en este sentido en el que entiendo la afirmación de la autora acerca de las obras que cumplen la estética realista, que son aquellas “donde tan perfectamente se equilibran la razón y la imaginación” (p. 156). Frente a ellas, la autora carga contra el idealismo promulgado por Hegel, que considera la esfera del arte como una región superior, más pura y verdadera que lo real” (citado en La cuestión palpitante, p. 157). Su concepción de la idea hegeliana pasa por considerar esta como una suerte de carta blanca para el creador, que la acomodará a sus propios principios creativos según le convenga (p. 158). Sin embargo, en el penúltimo ensayo (“En España”), Pardo Bazán considera a Galdós un idealista y no un realista, a pesar de que “por la natural tendencia de su claro entendimiento hacia la verdad, y por la franqueza de su observación” (p. 314) el autor canario estuvo siempre dispuesto, según ella, a “pasarse al naturalismo” (íbidem). Curiosamente, Pardo Bazán ya advierte en este ensayo que sus últimas obras han adoptado el tono “de la novela moderna y han ahondado más y más en el corazón humano” (íbidem)[12]. Así, la autora alaba a la par El Amigo Manso y La Desheredada como las novelas en las que Galdós se ha “sacudido el yugo de ideas preconcebidas” para, abrazando el realismo, “tomar nota de la verdad ambiente y realizar con libertad y desembarazo la hermosura” (p. 315). Querría llamar la atención acerca del hecho de que elija estas dos novelas como las que marcan “sus desposorios con el realismo” (sic), pues en ambas cobran importancia la imaginación y las impresiones como realidad susceptible de ser imitada. La Desheradada fue considerada por el propio Galdós una “historia de verdad y de análisis”. Su protagonista, Isidora, tiene una imaginación fuera de lo común y tenía por costumbre “representarse en su imaginación, de una manera muy viva, los acontecimientos, antes de que fueran efectivos”. Los acontecimientos, para Isidora suceden —se hacen efectivos— en su propia imaginación. [resumir trama] El personaje de Isidora se decanta en su efectividad por aquello que puede ser (lo posible). Galdós transcribe dos sueños como acontecimientos que suceden en la realidad —el lector no sabe si está leyendo hechos reales o soñados— y que tienen consecuencias en la vida de la protagonista. Ambos sueños constituyen augurios motivados por la confluencia de los deseos de Isidora (cambio de clase social, ganar el pleito, etc.)[13]. Su capacidad de pensar se intensifica de noche, pues a menudo pasa las noches en vela. Es entonces, “recogida en sí, y en esta soledad del pensar” cuando Isidora puede decir lo indecible, al igual que el Orozco de Realidad. A los monólogos interiores de los personajes como forma necesaria de enunciar la verdad añadirá después Galdós las alucinaciones y las apariciones. Lo característico de la alucinación, afirma Ricardo Gullón en Galdós, novelista moderno, es “la incertidumbre sobre la realidad de lo acontecido” (p. 209). Recupero aquí la noción de “conflicto abierto” para referirme al paisaje[14] en el que realidad y realidad sobrenatural (espiritual) confluyen[15] resultando en la incertidumbre no solo para el personaje, sino también para el lector. Si bien Gullón nota de manera tangencial la importancia del inconsciente en determinadas apariciones, que son para él “la figuración plástica de recónditos deseos” (p. 216) . Sin embargo, argumento que no hay en las apariciones (ni en las alucinaciones ni en los insomnios) un lenguaje psicoanalítico, sino fenomenológico: Manuel Infante en La incógnita pudo “sentir bajo su cráneo” la revelación de la infidelidad de Augusta y Federico Vieira en Realidad puede tocar a la sombra con la que está hablando. Habría entonces que considerar la fenomenología europea de finales de siglo como sistema de representación, además de su relación con la metáfora como encarnación de todo un nuevo sistema de posibilidades del lenguaje (Nietzsche) para abordar el conflicto de niveles de enunciación de la verdad en Galdós (y en Pardo Bazán).

Algo fundamental en La cuestión palpitante, me parece, es que es precisamente al hablar de Galdós cuando Pardo Bazán reconoce las tensiones de los sistemas de imitación existentes —que ella misma reflejará después en Verdad y Juventud. Al respecto de la imposibilidad de colocar el lenguaje literario en categorías cerradas y aisladas, en el último ensayo leemos:

 

“Una ventaja que tenemos hoy, y es que la preceptiva y la estética no se construyen a priori, y las clasificaciones ya no son artificiosas y reglamentarias, ni se consideran inmutables, ni se sujetan a ellas los ingenios venideros, antes ellas son las que se modifican cuando hace falta.” (p. 324)

 

En definitiva, volviendo a aquel gesto originario del arte que mencionábamos al principio, diría que tan relevante resulta, en términos estéticos, la posibilidad de la creación de ondas en el agua como la necesidad de que el niño modifique la superficie de aquella. Ambas, posibilidad y necesidad, confluirán en el modo en que el gesto del niño se hace efectivo y por tanto sucede, como tal, en nuestro mundo.

[1] Hubo tres reediciones en vida de la autora: la segunda, con prólogo de Clarín, en 1883; la tercera fue la traducción al francés realizada por Albert Savine en 1886; finalmente, se incluyó en el tomo I de las Obras completas de la autora, en 1891. Mis citas corresponden a la edición de José Manuel González Herrán, coeditada por la Universidad de Santiago de Compostela y la Editorial Anthropos en 1989.

[2] Aunque González Herrán le achaca “falta de coherencia interna”, que se manifiesta según él en las frecuentes contradicciones de la autora (p. 57). Sin duda estas contradicciones tienen que ver con la publicación por entregas pero también, me parece, con la dificultad de aunar los postulados naturalistas con su propio conservadurismo y el eclecticismo que ella misma expresó: “No soy idealista, ni realista, ni naturalista, sino ecléctica” (en “Pedro Antonio de Alarcón”, Obras Completas, III, p. 1.361)

[3] La Ilustración Española y Americana número 21, 1877, citado en González Herrán, p. 23.

[4] “(…) corre válida por el mundo, en son de axioma estético y principio didáctico, la peregrina especie, nacida en la delirante Alemania, adulterada por el materialismo francés y acogida con fruición por el insepulto paganismo italiano, de que el Arte (…) es independiente de la Moral” (Pedro Antonio de Alarcón, “Discurso de ingreso”, 1877, p.11, cursivas en el original. Recuperado de https://www.rae.es/sites/default/files/Discurso_ingreso_Pedro_Antonio_de_Alarcon.pdf)

[5] En Verdad volveré a esto a propósito de la “apariencia” de Irene muerta.

[6] Una palabra que, como vimos, volverá a utilizar Galdós en el prólogo a El Abuelo: La palabra del autor, narrando y descubriendo, no tiene, en términos generales, tanta eficacia, ni da tan directamente la impresión de la verdad espiritual (3).

[7] Hablaré de sentidos en términos aristotélicos (y no kantianos), entendidos como percepciones aisladas que da lugar a una koine aísthêsis, una sensibilidad compartida que establece el sentido propiamente dicho.

[8] Se reconocen como tales desde los tiempos de la Escuela de Megara —cuando esta doctrina se contraponía a la dialéctica de potencia y acto de Aristóteles— y su influencia en la historia del pensamiento occidental puede rastrearse a través de Agustín de Hipona, Kant (Kritik der Urteilskraft), Nikolai Hartmann (“Seinsschichten”, en Ontologie II), Lukács (Aesthetik, Teil I), de Certeau (“manières de faire”) o John Berger (“ways of seeing”). En la estética española de la segunda mitad del XIX, hemos encontrado menciones a la doctrina de los modos del ser por ahora en los manuales de Milà i Fontanals (1857), Llanas Aguilaniedo (1899) y Surroca i Grau (1900).

[9] Sobre la coextensividad de los modos, cf. Claramonte, Estética modal, 93.

[10] Hay una reformulación de esta ley interesante en el “Principio Ontológico” de Whitehead según el cual lo concreto siempre mostrará primacía, pues lo abstracto necesita de lo concreto para ser.

[11] Igual para la “eficacia” de la palabra de los personajes frente a la del autor mencionada por Galdós y que comentamos en la sesión anterior.

[12] Alejándose de la “tendencia docente” que ella censura en los Episodios (p. 315)

[13] Cf. los sueños de Víctor Cadalso en Miau o de Almudena en Misericordia.

[14] Utilizo paisaje tal y como ha sido definido en el Laboratorio del Procomún llevado a cabo en el CCCB (Bcn) y MediaLab (Madrid) por el grupo de investigación de Estética Modal del profesor Jordi Claramonte. El paisaje es una categoría que recoge las tensiones inevitables que derivan de la concurrencia de distintos modos de relación. Etimológicamente la raíz tiene connotaciones interesantes, pues *pays- se refiere tanto al habitante como al territorio (así cat. pagès, fr. paysan son los que construyen, colaboran y se adaptan a la tierra). Las mismas connotaciones están en la palabra germánica “landschaffen” (lit. “construcción de la tierra”), de donde ingl. landscape y hol. landscap. Estas connotaciones apuntan al paisaje como algo no pasivo sino capaz de participar del encuentro entre territorio de habitante, escenario y actor —o en términos marxistas, como matriz además de como marca.

[15] Lo hacen, además, en la ficción. Aquí referirme a niveles/modulaciones de imitatio.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *