#5

La última carta de La incógnita es la única escrita desde Orbajosa por Equis, el destinatario de las cuarenta y una misivas anteriores. En esa carta, Equis le explica a Manolo Infante que, al abrir el arca donde guardaba toda su correspondencia para releerla, se la encontró transformada “en el drama o novela dialogada, de tu puño y letra” (cursivas en el original). Ante la sorpresa de Infante, Equis afirma:

 

“Pero qué, ¿no crees en la metamorfosis? Para mí es tan común el fenómeno, y lo he presenciado tantas veces que no me causa sorpresa alguna. Sí, chico, no te quemes las cejas averiguando quién ha compuesto eso. La realidad no necesita que nadie la componga; se compone ella sola.” (365-6)

 

De esta manera Galdós enfrenta al lector a una transición entre formas literarias, pasando de una novela epistolar a una novela dialogada. Como para Flaubert, las conexiones entre diferentes formas literarias adquieren para Galdós la función de diferentes aproximaciones al territorio liminal entre realidad, ficción y representación. Así, la trama y los personajes descritos en La incógnita nos son conocidos a través del entendimiento de Manuel Infante, lo que hace que tengamos las mismas limitaciones que él: lo que él no sabe, nosotras tampoco lo sabemos; su percepción de las personas que tiene alrededor es la que tenemos nosotras. A pesar de la última carta que mencionábamos al principio, el resto de la novela está constituida por la correspondencia unidireccional de Manuel Infante al señor Equis. La manera que Galdós ideó para superar esas limitaciones del entendimiento es la novela dialogada —sin narrador— en la que sean los personajes los únicos que narren los hechos que rodean al crimen relatado por Manuel Infante en la novela epistolar. Creo que el hecho de que Galdós acometa la misma trama desde dos formas distintas no debe separarse del contexto histórico, filosófico y social en el que está escribiendo. La segunda mitad del s. XIX se caracteriza por la convergencia de sistemas de pensamiento muy diferentes (ciencia, sociología, filosofía, literatura) en torno a un interés por cómo narrar lo factual. Ambas obras, La incógnita y Realidad, tienen que ver con este interés por colocar los hechos por encima de los niveles de ficción, representación y representatividad (vigentes desde Hegel), así como por legitimarlos como fuente para la creación literaria.

Si en La incógnita Galdós nos enfrentaba a la imposibilidad de conocer la verdad objetiva, en Realidad el autor nos presenta los hechos desnudos para que seamos capaces de contrastar y comprender la formación de la opinión (doxa). Es por esto que recurre a una forma híbrida entre novela y drama[1] para narrar el triángulo amoroso entre Federico Vieira, Augusta y Orozco.

Ante la ausencia de un narrador, la acción avanza a través de diálogos, apartes y monólogos. Especialmente interesantes son los monólogos de Orozco y Augusta de la escena VIII de la primera jornada (399-410). A punto de acostarse, Orozco y Augusta expresan sus preocupaciones y sus miedos a espaldas del otro. Para Orozco, la vida adquiere sentido únicamente a través de una conciencia moral clara y rígida, que él pone en práctica ayudando (económicamente, pero también emocionalmente) a los que le rodean[2]. Para Augusta, en cambio, los desvelos se traducen en ocultar su aventura extramatrimonial con Federico Vieira. De su remordimiento tiene la culpa, afirma “el trato social, lo que una piensa, y lo que oye, y lo que ve…” (400). En el último diálogo justo antes de dormirse, Orozco le dice que, pese a poseer una gran inteligencia, “no ve la verdad” (402). Esto da pie al monólogo más largo de Augusta que, creyendo a Orozco dormido, se debate entre el sueño y la vigilia (“¿Pero estoy dormida o estoy despierta? porque esto que pienso no es un despropósito de los que solemos soñar”, 405) entre dudas acerca de la moralidad de sus hechos apela a un confesor que alivie la pesadez de su conciencia. En ese momento aparece junto a ella la Sombra de Orozco. La Sombra, de acuerdo a las acotaciones, “es una forma indeterminada, cuyo ropaje no se percibe”. Augusta reconoce en ella el rostro y los ojos del marido que duerme, y comienza a relatar con detalle cómo se gestaron los sentimientos que dieron pie a su infidelidad. A lo largo de su confesión, Augusta interpela a la Sombra repetidas veces (“No me dices nada. ¡por qué callas? ¿Te asombras de que no me disculpe?”) sin que esta le responda. Cuando la Sombra se desvanece (sic), ella es incapaz de discernir si ha dormido o no[3].

 

La Sombra de Orozco volverá a aparecer, frente a Federico Vieira en la escena XIII de la cuarta jornada, esta vez “con perfecta apariencia humana” y con voz. El diálogo entre Federico Vieira y la Sombra tiene tintes socráticos, con el espectro intentando que Vieira desentrañe la naturaleza de su relación con la Peri y la importancia de la acción individual que separe el bien del mal. En términos de la trama, esta aparición inicia un equívoco (Federico no sabe que está viendo un espectro, cree que es realmente Orozco, que acaba de hablar con él) que perseguirá a Vieira hasta el final de la obra[4]:

 

“¡Cómo está mi cabeza! (…) ¿He hablado yo con Orozco en casa de San Salomó, o es ficción y superchería de mi mente? No puedo asegurarme nada. Yo le he visto, yo he hablado con él… La realidad del hecho, en mi la siento; pero este fenómeno interno, ¿es lo que vulgarmente llamamos realidad?” (541, la cursiva es mía)

 

Si en la aparición frente a Augusta la Sombra propició su confesión (esto es, que ella fuera capaz de enunciar la verdad), frente a Federico la Sombra es un mecanismo de contrastación de opiniones. Aunque nunca le pregunta directamente por la infidelidad con Augusta, la Sombra inquiere información sobre todos los rumores que hay en su entorno sobre la vida y relaciones de Federico.

Para tratar la aparición del espectro en Realidad quisiera mencionar antes esta cita del propio Galdós, extraída del prólogo de El Abuelo (1897)

 

El sistema dialogal, adoptado ya en Realidad, nos da la forja expedita y concreta de los caracteres. Estos se hacen, se componen, imitan mis fácilmente, digámoslo así, a los seres vivos, cuando manifiestan su contextura moral con su propia palabra y con ella, como en la vida, nos dan el relieve mis o menos hondo y firme de sus acciones. La palabra del autor, narrando y descubriendo, no tiene, en términos generales, tanta eficacia, ni da tan directamente la impresión de la verdad espiritual. (3, la cursiva es mía)

 

Al hilo de esta afirmación, me planteo si es posible explicar el recurso a la sombra como un paso más allá en la eficacia de la palabra (como verdad). Si la palabra del autor no tiene tanta eficacia como la de los propios personajes, ¿pierde la palabra de los personajes eficacia en relación con la palabra de la imagen/espectro conocedor de la verdad?

 

 

Cabría pensar entonces en la última escena como posible resolución en el sentido que acabamos de apuntar. Orozco, seguro de haber descubierto la infidelidad de su mujer (aunque ella le ha mentido al responderle que no tenía nada que ver con Federico Vieira ni con su muerte), vaga por distintas habitaciones de la casa reflexionando sobre la importancia de los hechos frente a la opinión. Sorprendido por ir encontrando las luces encendidas en todas las habitaciones de la casa (cf. Electra, Máximo), cree ver a alguien, pero no hay nadie (“Nadie. nadie. Era mi idea, queriendo convertirse en imagen” 594). Un poco después, “vuélvese y ve una imagen subjetiva, representación fidelísima de persona viviente” (íbid.). Entre la Imagen y Orozco se entabla un diálogo de marcadas connotaciones fenomenológicas (“¿Pero la ves a ella? Yo creí que me veías a mí solo, como hechura mía que eres”… “No; aquí me tienes. te toco para que no dudes de mi presencia” 595-6) en el que Orozco acaba admitiendo que únicamente puede tener una opinión acerca de la muerte de Federico Vieira (a quien cree que la imagen encarna). Orozco cree que su muerte se debió a que la vida se le hizo imposible “colocada entre mi generosidad y mi deshonra”. La novela acaba con la Imagen y Orozco sentados en el borde de la cama de este último, abrazándose[5].

[1] La novela se divide en jornadas y los personajes se presentan al principio como “dramatis personae”. [Es posible que Realidad marque un punto de inflexión en la vuelta de Galdós a la escritura teatral, comprobar cronología.]

[2] [¿Pensar en Orozco como filántropo? ¿O más cristiano?]

[3] En la acotación: “Pausa larga. Permanece un rato con las ideas oscurecidas, murmurando frases deshilvanadas. Restrégase los ojos. Por fin se aclara su juicio, y se reconoce en la realidad” (408, la cursiva es mía).

[4] El siguiente encuentro entre Federico Vieira y la Sombra tiene lugar poco después, en la escena XVI. En este diálogo la confusión de Vieira se acentúa merced a las preguntas de la Sombra. Además, en relación con la deshonra que supone su relación con la Peri y con Augusta, el espectro de Orozco le advierte: “ya no te libras de esa opinión”. Ante eso reaccionará Vieira con la idea del suicidio como única manera de librarse de la ansiedad que eso le produce (549). El siguiente encuentro, mucho más breve, tiene lugar en la escena III de la quinta jornada. Cuando Augusta entra en escena, esta no puede ver al espectro, lo que lleva a Federico a dudar aún más de su percepción de la realidad (“¿Estoy yo loco o qué es esto, razón mía?” 567)

[5] Creo que el abrazo entre la imagen y el personaje real (que a su vez es un ser ficticio) tiene una poderosa carga simbólica que habría que analizar en términos de ideas (Platón), verdad y apariencia (Badiou) y lo fenomenológico (Merleau-Ponty). Y por supuesto pienso en estos espectros (recuerdo la visión reveladora entre sueños de Manuel Infante en La incógnita) como precedentes de la Sombra de Eleuteria (capaz de enunciar algo que estos no han podido enunciar).

 

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