#6

Al hablar de la obra de arte como producto de la actividad humana, Hegel sitúa el origen del gesto artístico en el niño que arroja piedras a un torrente “y admira los círculos que se forman en el agua, como una obra en la que logra la intuición de lo suyo propio” (Vorlesungen I, 31, mi traducción). El gesto del niño produce por artificio una imagen nueva que transforma el paisaje natural. Rancière recuperará este gesto para destacar la apariencia de la libertad propia del niño como la evolución natural de la libertad que Winckelmann veía expresada en el movimiento natural de las olas del mar (Aisthesis, 53) en el marco del régimen estético del arte. Al margen de la elocuencia de la propia imagen del niño capaz de crear artificios, lo interesante de ese gesto viene enunciado por Hegel justo después, al referir que “[y] no sólo con el mundo exterior procede el hombre de esta manera, sino también consigo mismo, con su propia forma natural, que él no deja tal como la encuentra, sino que la cambia intencionadamente” (íbid.). Es desde esta afirmación —obviada por Rancière— desde la que reflexionaré sobre La cuestión palpitante de Emilia Pardo Bazán como compendio crítico de las tendencias estéticas de la literatura de la época, pero también —a pesar de que no se ha considerado así tradicionalmente— como reflexión acerca de las posibilidades de imitación de la Verdad en España el último cuarto del s. XIX.

 

Pardo Bazán publicó la serie de artículos que componen La cuestión palpitante entre el 7 de noviembre de 1882 y el 16 de abril de 1883 en el periódico madrileño La Época[1]. A lo largo de veinte artículos, la autora traza un semblante —con tono muy pedagógico— de los postulados naturalistas, a partir, sobre todo, de lo expresado por Zola en Le roman expérimental, publicada en 1880. En esa obra el escritor francés abogaba por una novela que pasara de la ciencia de la observación a la ciencia experimental, en consonancia con la vigencia del pensamiento científico en la época. La cuestión palpitante no fue la primera respuesta a los postulados de Zola (las primeras menciones del autor galo en la prensa española son de 1876), pero sí el primer intento de acometer, ordenadamente[2], un análisis de los postulados naturalistas y realistas a través del tratamiento de la novela en Francia, Inglaterra y España. A la vez, con La cuestión palpitante Pardo Bazán se inserta de lleno en los debates estéticos de la época en España, en los que ya encontramos la dicotomía entre Verdad y Belleza. Así, por citar solo dos ejemplos de las posturas opuestas en tal debate, cabe recordar que Manuel de la Revilla en su ensayo “La tendencia docente en la literatura contemporánea”[3] ya se manifiesta en contra de que “se diga que el fin del arte es la expresión de la verdad” (p. 139). Esta afirmación se ve contestada en ese mismo año por Pedro Antonio de Alarcón, en su discurso de ingreso a la RAE, en el que defiende de forma muy vehemente una literatura al servicio de la Verdad y no de la Belleza[4]. Especialmente relevante me parece el ensayo “La novela naturalista” de Francisco Díaz Carmona, a quien Pardo Bazán cita en el prólogo a la edición de 1891 de La cuestión palpitante. En su ensayo, Díaz Carmona introduce un concepto que creo que resulta básico para trazar la evolución de la producción literaria española de fin de siglo: la verosimilitud.

“El arte no es la ciencia; ésta descansa en la verdad, aquél en la verosimilitud (…) Aun suponiendo que la verdad desnuda fuera objeto del arte, el naturalismo no es la escuela de la verdad y la realidad, puesto que no admite otra realidad que la de los sentidos, negando el alma que es una cosa real, y el orden sobrenatural, que es otra realidad.” (La Ciencia Cristiana, núm. 46, p. 665)

 

Sobre esta última afirmación, la de que el orden sobrenatural es otra realidad, cabría destacar las implicaciones que tiene en términos de la doctrina clásica de la imitación [stretch out]. El silogismo es fácil: si la realidad puede imitarse, el orden sobrenatural podrá ser imitado en tanto que constituye otra realidad. Ahora bien, la imagen imitada por el arte —las ondas del agua que el niño produce al lanzar piedras— debe ser percibida de la misma manera en que lo es la realidad a la que imita. Hay que preguntarse, entonces, de qué manera percibimos lo sobrenatural y cómo esa idea puede conformar una imagen que nos remita, de nuevo, a una idea (nueva, representada) de lo sobrenatural[5].

 

En La cuestión palpitante, la posición de Pardo Bazán en relación con la realidad imitable es compleja. Por un lado, la autora es bastante dogmática a la hora de afirmar que “si es real cuanto tiene existencia verdadera y efectiva, el realismo en el arte nos ofrece una teoría más ancha, completa y perfecta que el naturalismo” (p. 154). Dicho esto, solamente unas líneas más abajo, leemos: “Siempre que una realidad —sea del orden espiritual o material— sirva de base al arte, basta para legitimarlo” (p. 155). Resulta difícil poner a dialogar ambas afirmaciones. En la última podemos reconocer la postura de Díaz Carmona acerca de los distintos tipos de realidad que pueden ser imitados, aunque Pardo Bazán no utiliza la palabra sobrenatural sino espiritual [6]. Ambos conceptos hacen referencia a aquella realidad que no puede ser aprehendida por los sentidos[7]. A esa realidad, me parece, pertenecen las imágenes que se aparecen en el estado entre el sueño y la vigilia, así como las apariencias motivadas por el deseo que emana de la consciencia de los personajes (pienso en La incógnita, en Realidad, pero también la Irene de Verdad y por supuesto en Electra). En relación con esa realidad (verdad) espiritual, propongo pensar estas intervenciones en las nociones de verdad-ficción no como un recurso formal, sino como un mecanismo amparado en los sistemas de pensamiento de cambio de siglo por los que verdad y ficción pasan a interactuar como modos de relación. Los modos de relación no son otra cosa que los tradicionales modos del ser (necesidad y contingencia; posibilidad e imposibilidad; efectividad e inefectividad) relacionados entre sí[8]. Estos modos están siempre presentes en mayor o menor medida en toda experiencia estética[9] y a su vez toda experiencia estética surge de la modulación entre esos modos. La modulación se produce en dos niveles, la de los modos relativos (necesidad y posibilidad) y la de estos con los modos absolutos (efectividad). Hartmann enuncia esto como Ley Modal Fundamental en tanto que “sólo en razón de condiciones efectivas puede darse algo como posible o necesario[10]” (Ontologie II, 91, mi traducción). La efectividad es siempre, en términos estéticos, el resultado de un conflicto abierto y dependerá de decantaciones determinadas para modularse en uno u otro sentido (lo que se puede hacer, lo que no se puede hacer, lo que se tiene que hacer, lo que no se tiene que hacer). Entender La cuestión palpitante como el intento por poner por escrito ese “conflicto abierto” entre las distintas formas y experiencias estéticas me parece útil como metodología desde la que aproximarme a la confluencia de los distintos sistemas a través de los que se piensa la representación a finales de siglo. Así, cuando Pardo Bazán afirma (vd. supra) que lo real es aquello que tiene una “existencia verdadera y efectiva” no está hablando sino de una krásis, una simetría en la que se concrete cualquier realidad —por abstracta, espiritual o sobrenatural que sea[11]. Lo efectivo, como modo estético, tiene que reproducir, según Lukács, lo que sucede y está en el mundo. Ahora bien, esa efectividad estará condicionada por qué puede y qué no puede estar en el mundo (posibilidad) y qué debe y no debe estar en el mundo (necesidad). Es en este sentido en el que entiendo la afirmación de la autora acerca de las obras que cumplen la estética realista, que son aquellas “donde tan perfectamente se equilibran la razón y la imaginación” (p. 156). Frente a ellas, la autora carga contra el idealismo promulgado por Hegel, que considera la esfera del arte como una región superior, más pura y verdadera que lo real” (citado en La cuestión palpitante, p. 157). Su concepción de la idea hegeliana pasa por considerar esta como una suerte de carta blanca para el creador, que la acomodará a sus propios principios creativos según le convenga (p. 158). Sin embargo, en el penúltimo ensayo (“En España”), Pardo Bazán considera a Galdós un idealista y no un realista, a pesar de que “por la natural tendencia de su claro entendimiento hacia la verdad, y por la franqueza de su observación” (p. 314) el autor canario estuvo siempre dispuesto, según ella, a “pasarse al naturalismo” (íbidem). Curiosamente, Pardo Bazán ya advierte en este ensayo que sus últimas obras han adoptado el tono “de la novela moderna y han ahondado más y más en el corazón humano” (íbidem)[12]. Así, la autora alaba a la par El Amigo Manso y La Desheredada como las novelas en las que Galdós se ha “sacudido el yugo de ideas preconcebidas” para, abrazando el realismo, “tomar nota de la verdad ambiente y realizar con libertad y desembarazo la hermosura” (p. 315). Querría llamar la atención acerca del hecho de que elija estas dos novelas como las que marcan “sus desposorios con el realismo” (sic), pues en ambas cobran importancia la imaginación y las impresiones como realidad susceptible de ser imitada. La Desheradada fue considerada por el propio Galdós una “historia de verdad y de análisis”. Su protagonista, Isidora, tiene una imaginación fuera de lo común y tenía por costumbre “representarse en su imaginación, de una manera muy viva, los acontecimientos, antes de que fueran efectivos”. Los acontecimientos, para Isidora suceden —se hacen efectivos— en su propia imaginación. [resumir trama] El personaje de Isidora se decanta en su efectividad por aquello que puede ser (lo posible). Galdós transcribe dos sueños como acontecimientos que suceden en la realidad —el lector no sabe si está leyendo hechos reales o soñados— y que tienen consecuencias en la vida de la protagonista. Ambos sueños constituyen augurios motivados por la confluencia de los deseos de Isidora (cambio de clase social, ganar el pleito, etc.)[13]. Su capacidad de pensar se intensifica de noche, pues a menudo pasa las noches en vela. Es entonces, “recogida en sí, y en esta soledad del pensar” cuando Isidora puede decir lo indecible, al igual que el Orozco de Realidad. A los monólogos interiores de los personajes como forma necesaria de enunciar la verdad añadirá después Galdós las alucinaciones y las apariciones. Lo característico de la alucinación, afirma Ricardo Gullón en Galdós, novelista moderno, es “la incertidumbre sobre la realidad de lo acontecido” (p. 209). Recupero aquí la noción de “conflicto abierto” para referirme al paisaje[14] en el que realidad y realidad sobrenatural (espiritual) confluyen[15] resultando en la incertidumbre no solo para el personaje, sino también para el lector. Si bien Gullón nota de manera tangencial la importancia del inconsciente en determinadas apariciones, que son para él “la figuración plástica de recónditos deseos” (p. 216) . Sin embargo, argumento que no hay en las apariciones (ni en las alucinaciones ni en los insomnios) un lenguaje psicoanalítico, sino fenomenológico: Manuel Infante en La incógnita pudo “sentir bajo su cráneo” la revelación de la infidelidad de Augusta y Federico Vieira en Realidad puede tocar a la sombra con la que está hablando. Habría entonces que considerar la fenomenología europea de finales de siglo como sistema de representación, además de su relación con la metáfora como encarnación de todo un nuevo sistema de posibilidades del lenguaje (Nietzsche) para abordar el conflicto de niveles de enunciación de la verdad en Galdós (y en Pardo Bazán).

Algo fundamental en La cuestión palpitante, me parece, es que es precisamente al hablar de Galdós cuando Pardo Bazán reconoce las tensiones de los sistemas de imitación existentes —que ella misma reflejará después en Verdad y Juventud. Al respecto de la imposibilidad de colocar el lenguaje literario en categorías cerradas y aisladas, en el último ensayo leemos:

 

“Una ventaja que tenemos hoy, y es que la preceptiva y la estética no se construyen a priori, y las clasificaciones ya no son artificiosas y reglamentarias, ni se consideran inmutables, ni se sujetan a ellas los ingenios venideros, antes ellas son las que se modifican cuando hace falta.” (p. 324)

 

En definitiva, volviendo a aquel gesto originario del arte que mencionábamos al principio, diría que tan relevante resulta, en términos estéticos, la posibilidad de la creación de ondas en el agua como la necesidad de que el niño modifique la superficie de aquella. Ambas, posibilidad y necesidad, confluirán en el modo en que el gesto del niño se hace efectivo y por tanto sucede, como tal, en nuestro mundo.

[1] Hubo tres reediciones en vida de la autora: la segunda, con prólogo de Clarín, en 1883; la tercera fue la traducción al francés realizada por Albert Savine en 1886; finalmente, se incluyó en el tomo I de las Obras completas de la autora, en 1891. Mis citas corresponden a la edición de José Manuel González Herrán, coeditada por la Universidad de Santiago de Compostela y la Editorial Anthropos en 1989.

[2] Aunque González Herrán le achaca “falta de coherencia interna”, que se manifiesta según él en las frecuentes contradicciones de la autora (p. 57). Sin duda estas contradicciones tienen que ver con la publicación por entregas pero también, me parece, con la dificultad de aunar los postulados naturalistas con su propio conservadurismo y el eclecticismo que ella misma expresó: “No soy idealista, ni realista, ni naturalista, sino ecléctica” (en “Pedro Antonio de Alarcón”, Obras Completas, III, p. 1.361)

[3] La Ilustración Española y Americana número 21, 1877, citado en González Herrán, p. 23.

[4] “(…) corre válida por el mundo, en son de axioma estético y principio didáctico, la peregrina especie, nacida en la delirante Alemania, adulterada por el materialismo francés y acogida con fruición por el insepulto paganismo italiano, de que el Arte (…) es independiente de la Moral” (Pedro Antonio de Alarcón, “Discurso de ingreso”, 1877, p.11, cursivas en el original. Recuperado de https://www.rae.es/sites/default/files/Discurso_ingreso_Pedro_Antonio_de_Alarcon.pdf)

[5] En Verdad volveré a esto a propósito de la “apariencia” de Irene muerta.

[6] Una palabra que, como vimos, volverá a utilizar Galdós en el prólogo a El Abuelo: La palabra del autor, narrando y descubriendo, no tiene, en términos generales, tanta eficacia, ni da tan directamente la impresión de la verdad espiritual (3).

[7] Hablaré de sentidos en términos aristotélicos (y no kantianos), entendidos como percepciones aisladas que da lugar a una koine aísthêsis, una sensibilidad compartida que establece el sentido propiamente dicho.

[8] Se reconocen como tales desde los tiempos de la Escuela de Megara —cuando esta doctrina se contraponía a la dialéctica de potencia y acto de Aristóteles— y su influencia en la historia del pensamiento occidental puede rastrearse a través de Agustín de Hipona, Kant (Kritik der Urteilskraft), Nikolai Hartmann (“Seinsschichten”, en Ontologie II), Lukács (Aesthetik, Teil I), de Certeau (“manières de faire”) o John Berger (“ways of seeing”). En la estética española de la segunda mitad del XIX, hemos encontrado menciones a la doctrina de los modos del ser por ahora en los manuales de Milà i Fontanals (1857), Llanas Aguilaniedo (1899) y Surroca i Grau (1900).

[9] Sobre la coextensividad de los modos, cf. Claramonte, Estética modal, 93.

[10] Hay una reformulación de esta ley interesante en el “Principio Ontológico” de Whitehead según el cual lo concreto siempre mostrará primacía, pues lo abstracto necesita de lo concreto para ser.

[11] Igual para la “eficacia” de la palabra de los personajes frente a la del autor mencionada por Galdós y que comentamos en la sesión anterior.

[12] Alejándose de la “tendencia docente” que ella censura en los Episodios (p. 315)

[13] Cf. los sueños de Víctor Cadalso en Miau o de Almudena en Misericordia.

[14] Utilizo paisaje tal y como ha sido definido en el Laboratorio del Procomún llevado a cabo en el CCCB (Bcn) y MediaLab (Madrid) por el grupo de investigación de Estética Modal del profesor Jordi Claramonte. El paisaje es una categoría que recoge las tensiones inevitables que derivan de la concurrencia de distintos modos de relación. Etimológicamente la raíz tiene connotaciones interesantes, pues *pays- se refiere tanto al habitante como al territorio (así cat. pagès, fr. paysan son los que construyen, colaboran y se adaptan a la tierra). Las mismas connotaciones están en la palabra germánica “landschaffen” (lit. “construcción de la tierra”), de donde ingl. landscape y hol. landscap. Estas connotaciones apuntan al paisaje como algo no pasivo sino capaz de participar del encuentro entre territorio de habitante, escenario y actor —o en términos marxistas, como matriz además de como marca.

[15] Lo hacen, además, en la ficción. Aquí referirme a niveles/modulaciones de imitatio.

#5

La última carta de La incógnita es la única escrita desde Orbajosa por Equis, el destinatario de las cuarenta y una misivas anteriores. En esa carta, Equis le explica a Manolo Infante que, al abrir el arca donde guardaba toda su correspondencia para releerla, se la encontró transformada “en el drama o novela dialogada, de tu puño y letra” (cursivas en el original). Ante la sorpresa de Infante, Equis afirma:

 

“Pero qué, ¿no crees en la metamorfosis? Para mí es tan común el fenómeno, y lo he presenciado tantas veces que no me causa sorpresa alguna. Sí, chico, no te quemes las cejas averiguando quién ha compuesto eso. La realidad no necesita que nadie la componga; se compone ella sola.” (365-6)

 

De esta manera Galdós enfrenta al lector a una transición entre formas literarias, pasando de una novela epistolar a una novela dialogada. Como para Flaubert, las conexiones entre diferentes formas literarias adquieren para Galdós la función de diferentes aproximaciones al territorio liminal entre realidad, ficción y representación. Así, la trama y los personajes descritos en La incógnita nos son conocidos a través del entendimiento de Manuel Infante, lo que hace que tengamos las mismas limitaciones que él: lo que él no sabe, nosotras tampoco lo sabemos; su percepción de las personas que tiene alrededor es la que tenemos nosotras. A pesar de la última carta que mencionábamos al principio, el resto de la novela está constituida por la correspondencia unidireccional de Manuel Infante al señor Equis. La manera que Galdós ideó para superar esas limitaciones del entendimiento es la novela dialogada —sin narrador— en la que sean los personajes los únicos que narren los hechos que rodean al crimen relatado por Manuel Infante en la novela epistolar. Creo que el hecho de que Galdós acometa la misma trama desde dos formas distintas no debe separarse del contexto histórico, filosófico y social en el que está escribiendo. La segunda mitad del s. XIX se caracteriza por la convergencia de sistemas de pensamiento muy diferentes (ciencia, sociología, filosofía, literatura) en torno a un interés por cómo narrar lo factual. Ambas obras, La incógnita y Realidad, tienen que ver con este interés por colocar los hechos por encima de los niveles de ficción, representación y representatividad (vigentes desde Hegel), así como por legitimarlos como fuente para la creación literaria.

Si en La incógnita Galdós nos enfrentaba a la imposibilidad de conocer la verdad objetiva, en Realidad el autor nos presenta los hechos desnudos para que seamos capaces de contrastar y comprender la formación de la opinión (doxa). Es por esto que recurre a una forma híbrida entre novela y drama[1] para narrar el triángulo amoroso entre Federico Vieira, Augusta y Orozco.

Ante la ausencia de un narrador, la acción avanza a través de diálogos, apartes y monólogos. Especialmente interesantes son los monólogos de Orozco y Augusta de la escena VIII de la primera jornada (399-410). A punto de acostarse, Orozco y Augusta expresan sus preocupaciones y sus miedos a espaldas del otro. Para Orozco, la vida adquiere sentido únicamente a través de una conciencia moral clara y rígida, que él pone en práctica ayudando (económicamente, pero también emocionalmente) a los que le rodean[2]. Para Augusta, en cambio, los desvelos se traducen en ocultar su aventura extramatrimonial con Federico Vieira. De su remordimiento tiene la culpa, afirma “el trato social, lo que una piensa, y lo que oye, y lo que ve…” (400). En el último diálogo justo antes de dormirse, Orozco le dice que, pese a poseer una gran inteligencia, “no ve la verdad” (402). Esto da pie al monólogo más largo de Augusta que, creyendo a Orozco dormido, se debate entre el sueño y la vigilia (“¿Pero estoy dormida o estoy despierta? porque esto que pienso no es un despropósito de los que solemos soñar”, 405) entre dudas acerca de la moralidad de sus hechos apela a un confesor que alivie la pesadez de su conciencia. En ese momento aparece junto a ella la Sombra de Orozco. La Sombra, de acuerdo a las acotaciones, “es una forma indeterminada, cuyo ropaje no se percibe”. Augusta reconoce en ella el rostro y los ojos del marido que duerme, y comienza a relatar con detalle cómo se gestaron los sentimientos que dieron pie a su infidelidad. A lo largo de su confesión, Augusta interpela a la Sombra repetidas veces (“No me dices nada. ¡por qué callas? ¿Te asombras de que no me disculpe?”) sin que esta le responda. Cuando la Sombra se desvanece (sic), ella es incapaz de discernir si ha dormido o no[3].

 

La Sombra de Orozco volverá a aparecer, frente a Federico Vieira en la escena XIII de la cuarta jornada, esta vez “con perfecta apariencia humana” y con voz. El diálogo entre Federico Vieira y la Sombra tiene tintes socráticos, con el espectro intentando que Vieira desentrañe la naturaleza de su relación con la Peri y la importancia de la acción individual que separe el bien del mal. En términos de la trama, esta aparición inicia un equívoco (Federico no sabe que está viendo un espectro, cree que es realmente Orozco, que acaba de hablar con él) que perseguirá a Vieira hasta el final de la obra[4]:

 

“¡Cómo está mi cabeza! (…) ¿He hablado yo con Orozco en casa de San Salomó, o es ficción y superchería de mi mente? No puedo asegurarme nada. Yo le he visto, yo he hablado con él… La realidad del hecho, en mi la siento; pero este fenómeno interno, ¿es lo que vulgarmente llamamos realidad?” (541, la cursiva es mía)

 

Si en la aparición frente a Augusta la Sombra propició su confesión (esto es, que ella fuera capaz de enunciar la verdad), frente a Federico la Sombra es un mecanismo de contrastación de opiniones. Aunque nunca le pregunta directamente por la infidelidad con Augusta, la Sombra inquiere información sobre todos los rumores que hay en su entorno sobre la vida y relaciones de Federico.

Para tratar la aparición del espectro en Realidad quisiera mencionar antes esta cita del propio Galdós, extraída del prólogo de El Abuelo (1897)

 

El sistema dialogal, adoptado ya en Realidad, nos da la forja expedita y concreta de los caracteres. Estos se hacen, se componen, imitan mis fácilmente, digámoslo así, a los seres vivos, cuando manifiestan su contextura moral con su propia palabra y con ella, como en la vida, nos dan el relieve mis o menos hondo y firme de sus acciones. La palabra del autor, narrando y descubriendo, no tiene, en términos generales, tanta eficacia, ni da tan directamente la impresión de la verdad espiritual. (3, la cursiva es mía)

 

Al hilo de esta afirmación, me planteo si es posible explicar el recurso a la sombra como un paso más allá en la eficacia de la palabra (como verdad). Si la palabra del autor no tiene tanta eficacia como la de los propios personajes, ¿pierde la palabra de los personajes eficacia en relación con la palabra de la imagen/espectro conocedor de la verdad?

 

 

Cabría pensar entonces en la última escena como posible resolución en el sentido que acabamos de apuntar. Orozco, seguro de haber descubierto la infidelidad de su mujer (aunque ella le ha mentido al responderle que no tenía nada que ver con Federico Vieira ni con su muerte), vaga por distintas habitaciones de la casa reflexionando sobre la importancia de los hechos frente a la opinión. Sorprendido por ir encontrando las luces encendidas en todas las habitaciones de la casa (cf. Electra, Máximo), cree ver a alguien, pero no hay nadie (“Nadie. nadie. Era mi idea, queriendo convertirse en imagen” 594). Un poco después, “vuélvese y ve una imagen subjetiva, representación fidelísima de persona viviente” (íbid.). Entre la Imagen y Orozco se entabla un diálogo de marcadas connotaciones fenomenológicas (“¿Pero la ves a ella? Yo creí que me veías a mí solo, como hechura mía que eres”… “No; aquí me tienes. te toco para que no dudes de mi presencia” 595-6) en el que Orozco acaba admitiendo que únicamente puede tener una opinión acerca de la muerte de Federico Vieira (a quien cree que la imagen encarna). Orozco cree que su muerte se debió a que la vida se le hizo imposible “colocada entre mi generosidad y mi deshonra”. La novela acaba con la Imagen y Orozco sentados en el borde de la cama de este último, abrazándose[5].

[1] La novela se divide en jornadas y los personajes se presentan al principio como “dramatis personae”. [Es posible que Realidad marque un punto de inflexión en la vuelta de Galdós a la escritura teatral, comprobar cronología.]

[2] [¿Pensar en Orozco como filántropo? ¿O más cristiano?]

[3] En la acotación: “Pausa larga. Permanece un rato con las ideas oscurecidas, murmurando frases deshilvanadas. Restrégase los ojos. Por fin se aclara su juicio, y se reconoce en la realidad” (408, la cursiva es mía).

[4] El siguiente encuentro entre Federico Vieira y la Sombra tiene lugar poco después, en la escena XVI. En este diálogo la confusión de Vieira se acentúa merced a las preguntas de la Sombra. Además, en relación con la deshonra que supone su relación con la Peri y con Augusta, el espectro de Orozco le advierte: “ya no te libras de esa opinión”. Ante eso reaccionará Vieira con la idea del suicidio como única manera de librarse de la ansiedad que eso le produce (549). El siguiente encuentro, mucho más breve, tiene lugar en la escena III de la quinta jornada. Cuando Augusta entra en escena, esta no puede ver al espectro, lo que lleva a Federico a dudar aún más de su percepción de la realidad (“¿Estoy yo loco o qué es esto, razón mía?” 567)

[5] Creo que el abrazo entre la imagen y el personaje real (que a su vez es un ser ficticio) tiene una poderosa carga simbólica que habría que analizar en términos de ideas (Platón), verdad y apariencia (Badiou) y lo fenomenológico (Merleau-Ponty). Y por supuesto pienso en estos espectros (recuerdo la visión reveladora entre sueños de Manuel Infante en La incógnita) como precedentes de la Sombra de Eleuteria (capaz de enunciar algo que estos no han podido enunciar).