El cepo y el torno de Victoria López nos permite reconstruir la imagen de las condiciones del espacio de trabajo forzado para las mujeres del Siglo XVIII en España. Las galeras de concreto que fueron prominentes antes de la era de la revolución industrial y la institución carcelaria moderna. Hay un sistema de vigilancia militar, jerarquizado, en el que una de las presas vigila la resto (149). Las clases dentro de la galera se dividen en aquellas de “distinción”, de “mediana distinción” e “ínfima plebe” (162). Hacen de sus cuerpos, símbolos marginales: “rapándoles la cabeza y cejas y sacándolas a la vergüenza pública «sin tocas ni mantellinas» (152). No es permitida la comunicación entre las reclusas “excepto en los días de trabajo” (163). Es decir, el trabajo forzado se impregna en sus mentes como la única condición que permite el calor humano. Es el producto de la dialéctica (previa al siglo de las luces) entre las relaciones de dominación absoluta sobre el cuerpo de los individuos marginados (por el status quo) y los mecanismos de producción necesarios para sostener el imperio. El discurso religioso, adherido a la identidad del estado imperial, es el filtro a través del cuál las políticas sobre el cuerpo dominado establecen un orden de importancias: la moral se ubica por encima de la salud. Para que ese espacio de pecadoras no se convierta (todavía más) en una «viva imagen del infierno», los recursos se invierten, no en la mejora de las precarias condiciones de higiene, sino en la catequización y la reforma moral de las galerianas (154). Pero los cuerpos de las mujeres albergan enfermedades y se expande sistemáticamente el sufrimiento físico. “En 1786 el cirujano detecta al menos 40 mujeres con sarna, que él achaca a la «vida relajada» y no menos malas condiciones higiénicas de las celdas (166). Sífilis, tuberculosis, tifus, etc- una red de enfermedad y constante muerte (155). Las damas libres las contemplan con desdén, como «seres viciosos y depravados, desgraciados deshechos de humanidad» (159). La representación del desorden, la enfermedad moral, cuya energía vital es apropiadamente utilizada por las autoridades para servir a la sociedad, al menos, aportando una canica sucia de capital.
Me parece interesante la lectura que haces del trabajo forzado tal y como lo explica Victoria López en el capítulo que leímos. Al leer tus explicaciones, he pensado que habría sido interesante abrir otra puerta y traer a colación el artículo de Alameda y pensar en cómo la cuestión física (el trabajo forzado) incluye un discurso acerca de la reforma moral o al menos una conciencia de la necesidad de reforma moral de estas mujeres encarceladas. Esta cuestión se percibe claramente en el ejemplo que ofreces al final, en la cita que explica las enfermedades que contraen o traen las presas y que el cirujano achaca de la “vida relajada” que tienen. Al mencionar esto, la “relajada vida”, el propio médico emite un juicio moral y apunta a una necesidad de encontrar soluciones a este tipo de vida, considerada “desviada” en aquella época.